Razón sentimental y política de los sentimientos

Decía Óscar Wilde (De profundis, 1897), que quien escucha a su corazón y obra en conciencia siempre actúa en justicia aunque se equivoque, pues los sentimientos son verdaderos y no podemos engañarlos ni engañar a los demás cuando los mostramos abiertamente. Este enunciado es muy práctico cuando se aplica a las relaciones entre personas. La sinceridad y la autenticidad son valores muy de apreciar en una relación —de pareja, de amistad, de vecindad, de compañerismo…—. Quien obra de corazón no miente y siempre decide lo que considera mejor para él y para los demás. Cierto.

Pero aquí se produce un malentendido, muy de moda, por traslación de estas buenas intenciones a la práctica política y los asuntos de interés general. Confundir —o mejor dicho, mezclar—, las razones del corazón con la verdad y la objetividad es un error mayúsculo. Un pecado de ligereza, cosa que horrorizaba al elegante Wilde; y de consecuencias nefastas.

Si el corazón manda en todo —hablo de lo público—, entonces las emociones y no digamos los sentimientos nos desvelan una implacable certeza sobre la realidad. Un empecinamiento que entra en contradicción con la primera, elemental norma que deberían seguir tanto los políticos como todas las personas interesadas en la recta administración de la sociedad en que vivimos: no eludir la responsabilidad de analizar nuestra conciencia y resolver si nuestros sentimientos se ajustan a la razón o erigen un mundo de referencias éticas a partir de espontáneas emociones o, peor aún, visceralidades. Cualquier persona reputa como verdadero lo que “siente”, cómo no. El problema es que podemos estar muy equivocados al “sentir”. Por eso mismo, el discurso tan en boga de “sentirse” algo y, por tanto, luchar por ese “algo”, resulta tan estéril como incómodo, un tanto inadecuado para la convivencia cívica. Cuando la líder de Ciutadans en Cataluña, doña Inés Arrimadas —persona que, por otra parte, cuenta con todas mis simpatías—, argumenta en la tribuna parlamentaria autonómica que “más de la mitad de los catalanes se sienten tan españoles como catalanes”, hace un flaco favor a la razón política. Dividir a la ciudadanía entre quienes “sienten” de una manera y los que “sienten” de otra es una ingenua temeridad. Una barbaridad. La democracia consiste en escuchar a los que “piensan” de una forma y de otra, otorgarles la representación que les corresponde en las instituciones y actuar conjuntamente en interés del bien público y con arreglo a la ley. Lo demás son discursos románticos que escinden la sociedad desde su mismo enunciado, justamente por haber introducido en el mismo algo tan vago y delicadamente conflictivo como los sentimientos.

El asunto —problema serio—, tiene un recorrido ya demasiado largo. Nuestras clases medias, protagonistas de este período histórico, fundan su base de pertenencia a un ideal u otro, a una opción política u otra, en consideraciones sentimentales. Y así nos va. Quien apela a los sentimientos como razón política no hace otra cosa que legitimar todas las opciones porque los sentimientos de cualquier persona son muy de respetar, aunque esa persona y ese cualquiera —con sentimientos—, sean unos impresentables, unos energúmenos o unos delincuentes. No… No se trata de eso. Las convicciones políticas y la acción política se fundamentan en ideas y hechos y en nada más. Se cuantifican en votos y someten su pertinencia al imperio de la ley, a su vez emanada de la soberanía popular.

Se lamenta mucho la actual dirigencia de España —no digamos los mandamases autonómicos—, de la judicialición de la vida política. Algo normal y lógico. ¿Cómo no van a atascarse los tribunales con trabajo extra en una sociedad donde todo el mundo actúa conforme a sus “sentimientos” y no de acuerdo con la razón? Va de suyo que los jueces, personas sujetas a la ley y la razón, se ven obligados a intervenir cada dos por tres.

Empezaba citando a Wilde y acabo haciendo lo propio con un estimado filósofo —más bien de izquierdas, por cierto—, que supo ver con valentía y lucidez el devenir de estos vendavales de sentimentalidad que asolan el ideario común. Hans Magnus Enzensberger afirmaba (ZickZack, 1997) que “nadie puede eximirse perpetuamente de la responsabilidad de analizar sus propios actos y sus propias convicciones”. Quienes se instalan acérrimos en una “vida sentimental” se escabullen siempre, galanamente, de ese imperativo… Pues, ¿quién es quién y qué autoridad le ampara para decirnos cómo hemos de sentir?

La sentimentalidad movilizada tras ideales políticos —dinámica muy contemporánea y jaleada por infinidad de colectivos como el no va más de lo moderno—, corresponde a épocas predemocráticas, el idealizado medioevo de la civilización cultural. Y fatídicamente volvemos a ella como último recurso y argumento definitivo. En materia de convicciones y principios políticos, acaso y justamente por anhelo de modernidad, seguimos siendo hombres y mujeres medievales, aquella edad tan oscura…

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