Preparando el camino a la Revolución. Los orígenes del terrorismo revolucionario en la Rusia zarista

Introducción

En el eterno debate por acotar el concepto de revolución, está claro que la idea de novedad es elemento indispensable. El espíritu revolucionario se caracteriza por la ruptura súbita con el pasado y la ambición de sustituirlo por algo distinto y, teóricamente, mejor. Así lo defendió, por ejemplo, Hanna Arendt al considerar la revolución como “la idea de que el curso de la historia comienza súbitamente de nuevo, que una historia totalmente nueva, ignota y no contada hasta entonces, está a punto de desplegarse”[1]. Las grandes revoluciones políticas modernas, como la Revolución Americana, la Revolución Francesa o la Revolución Rusa, acordes con este carácter rupturista y brusco, han tenido mucho de acontecimientos puntuales que precipitan la velocidad de la Historia y suponen puntos de inflexión. Sin embargo, ello no quiere decir que detrás de estos estallidos repentinos y desorganizados no haya un largo camino, a menudo pavimentado de forma concienzuda por varias manos.

Como cualquier otra, la Revolución Rusa de 1917 lejos de surgir de la nada fue soñada y perseguida por muchos durante las cinco décadas que la precedieron, pero en este largo proceso cobraría importancia por primera vez un factor hasta entonces desconocido: el empleo organizado del terrorismo como instrumento de lucha política[2]. Los últimos años de la Rusia zarista estuvieron sacudidos por la amenaza de varios grupos revolucionarios que desarrollaron un método de terror tristemente replicado posteriormente por movimientos a lo largo de todo el espectro ideológico y geográfico. Los estudiosos habitualmente distinguen dos fases u “olas” en el desarrollo del terrorismo revolucionario ruso. La primera ola se inicia a finales de la década de 1860, protagonizada por el grupo Narodnaia Volia, y culmina con su asesinato del zar Alejandro II en 1881. El magnicidio vendría seguido de una etapa de exitosa represión contraterrorista por parte del zarismo durante las siguientes dos décadas. La segunda ola vendría en la primera década del siglo XX, especialmente alrededor de la crisis del zarismo en 1905, y estaría liderada por el Partido Social-Revolucionario.

En el presente artículo trataremos de rastrear los orígenes del fenómeno terrorista en el desarrollo del pensamiento revolucionario ruso para intentar comprender de dónde surgieron los primeros grupos terroristas de la Historia y por qué lo hicieron en ese escenario y no otro. El estudio se centra en la primera ola, comprendiendo el reinado del zar Alejandro II (1855-1881), dejando de lado los eventos de la segunda ola, que aunque introdujo importantes cambios en la táctica terrorista y aumentó exponencialmente su alcance, se construyó sobre el legado de los precursores decimonónicos. Tampoco pretende ofrecer una crónica detallada de los atentados ni profundizar en las biografías de los personajes, sino que se centra en la evolución de los conceptos usados en el mensaje terrorista.

El fenómeno del terrorismo, como es natural, ha atraído la atención de los académicos de una forma desmesurada desde los atentados del 11 de septiembre de 2001, pero abrumadoramente se imponen enfoques actuales desde disciplinas como la sociología, la psicología y las relaciones internacionales[3]. La tendencia general es a tratar el terrorismo en un marco inmediato, de forma que apenas existe literatura relativa a grupos anteriores a los años 60, cuando comenzaron a publicarse los primeros estudios especializados[4]. Las aproximaciones históricas han tenido mucha menos repercusión y se mantienen en gran medida en reducidos círculos especializados. En este ámbito más reducido, el terrorismo prerrevolucionario ruso es quizá uno de los mejor conocidos. La obra clásica de referencia es la de Franco Venturi Roots of Revolution: A History of the Populist and Socialist Movements in 19th-Century Russia (1959), la primera en ofrecer una perspectiva completa de los movimientos revolucionarios rusos del siglo XIX. A ella hay que sumar Road to revolution (1959) de Avrahm Yarmolinsky, director de la división eslava de la Biblioteca Pública de Nueva York y pionero en los estudios rusos en Occidente. Los años 70 supusieron un importante crecimiento para los estudios sobre terrorismo[5] con la labor de figuras como Walter Laqueur, Marta Crenshaw o David Rapoport, que dentro de estudios generales vieron en los revolucionarios decimonónicos rusos a los pioneros del terrorismo moderno. Por su parte, en la Rusia soviética la atención de los historiadores hacia estos movimientos fue escasa dado que su ideología no se identifica con la retórica oficial marxista. Solo tras la caída del comunismo se reabrió el debate sobre el papel de estos grupos en la caída del zarismo[6]. El siglo XXI, al calor del renovado interés por el terrorismo, abrió nuevas perspectivas en el estudio del terrorismo ruso, con varios autores analizando enfoques distintos como la influencia del progreso técnico, el llamativo papel de las mujeres en los grupos terroristas o la faceta psicológica de los criminales. Steven Marks, con How Russia Shaped the Modern World (2004) y Claudia Verhoeven en The Odd Man Karakozov: Imperial Russia, Modernity, and the Birth of Terrorism (2015) profundizaron en los orígenes del terrorismo como arma revolucionaria en Rusia y su extensión al resto del mundo. Curiosamente, en el centenario de la Revolución Rusa que conmemoramos este año ha habido escasos aportes al campo del terrorismo, aunque cabe destacar la original visión que combina historia y psicología de Marc Sageman en Turning to Political Violence: The Emergence of Terrorism (2017).

Los profetas de la revolución

En 1861 el zar Alejandro II dio un paso trascendental en la historia de Rusia al proclamar el edicto de abolición de la servidumbre que liberaba a las masas campesinas de las obligaciones feudales que habían arrastrado desde la Edad Media. Por entonces, el Imperio de los Zares era una de las grandes potencias mundiales y disponía del mayor ejército del mundo, pero la inmensa mayoría de su gigantesca población seguía siendo rural y apenas había atisbos en algunas ciudades de la industrialización que rápidamente había calado en los vecinos occidentales. La debilidad estructural del en apariencia imbatible Imperio ruso se hizo sentir en la Guerra de Crimea (1853-1856), cuando cayó derrotado por los modernos ejércitos de Francia y Gran Bretaña. El fracaso desvaneció el aura de imbatibilidad que Rusia había logrado en las guerras napoleónicas y acabó con el triunfalismo zarista. El primero en darse cuenta fue el propio Alejandro II, que había ascendido al trono en mitad de la desastrosa guerra legada por su padre, iniciando un cauto pero amplio programa de modernización con la liberación de los siervos como piedra angular. Aunque la aplicación efectiva del edicto de 1861 devino en largos y costosos procesos burocráticos, supuso un punto de inflexión en el desarrollo social de Rusia, afectando a más de 50 millones de siervos, casi el 80% de la población[7]. Libre de las ataduras serviles, la enorme masa campesina inició un espectacular crecimiento demográfico y empezó a nutrir de mano de obra a las ciudades y su incipiente industria[8].

Aunque Alejandro II intentó acompañar estos profundos cambios sociales con un ligero aperturismo político hacia formas más occidentales, descubrió que incluso para un monarca absoluto como el zar era difícil enfrentarse a las pasiones de todo un país. La autocracia rusa se había definido a sí misma por el rechazo al liberalismo y creía firmemente que su fuerza se sustentaba, más que la de ningún otro gobierno, en la defensa de la religión y los principios tradicionales, así como de un nacionalismo eslavófilo que recelaba de las influencias extranjeras. El sistema cultural zarista se consolidó bajo el reinado del padre de Alejandro II, Nicolás I, que proclamó como ideología oficial de Rusia la triada Ortodoxia, Autocracia y Nacionalismo, propuesta por su ministro Sergei Uvarov. Este pensamiento, también denominado “nacionalismo oficial” era una forma más elaborada del espíritu de la Restauración que habían compartido las grandes monarquías después de vencer a Napoleón, pero mientras que en Europa occidental acabó siendo derrotado por las revoluciones liberales, en Rusia resistió y se hizo más fuerte hasta convertirse en el verdadero sustento del sistema zarista[9]. En consecuencia, el reformismo de Alejandro II, aunque respetuoso con los pilares del nacionalismo oficial, despertó el rechazo de una élite que estaba completamente identificada con los principios conservadores.

Pero la mayor oposición al programa reformista no provendría, curiosamente, de los sectores más reaccionarios del zarismo, sino al revés. La derrota de Crimea y el aperturismo del zar, unido a la convulsión causada por la abolición de la servidumbre, hicieron creer a la reducida intelectualidad progresista rusa que había llegado su momento[10]. Se trataba principalmente de burgueses y miembros de la clase media raznochintsy —funcionarios inferiores, oficiales de baja graduación, periodistas, médicos…— que habían visto mejorada su situación la liberalización de la economía pero se sentían excluidos de la jerarquía social zarista[11]. De este sector social surgieron una serie de intelectuales, acogidos al principio a la protección de los aristócratas más reformistas, que formaron la llamada intelligentsia. Muy influidos por el pensamiento occidental, sostenían posiciones filosóficas despreciadas por el nacionalismo oficial como el materialismo o el racionalismo y eran contrarios a la religiosidad omnipresente del zarismo. Para estos intelectuales, los tímidos intentos de reforma de Alejandro II pronto se mostraron insuficientes y lejos de simpatizar con el aperturismo, radicalizaron su rechazo al sistema.

La primera oposición abierta al zarismo salió de uno de los asiduos tertulianos de los salones de la intelligentsia moscovita, Alexánder Ivánovich Herzen (1812-1870). Desde el exilio en Londres, fundó la revista Kolokol —la campana— como una voz crítica contra la represión de las nuevas tendencias por parte del régimen zarista. Tras la muerte de Nicolás I, publicó con jolgorio:

Rusia está conmocionada por los recientes acontecimientos. Pase lo que pase, ya no puede volver al estancamiento: las ideas serán más enérgicas, aparecerán nuevas preguntas: ¡será posible que éstas también se pierdan y se apaguen! No lo creemos […] No puede ser. Todo está en movimiento, todo es conmoción y tensión… ¿será posible que el país, despertado tan bruscamente de su sueño, vuelva a su letargo? ¡Mejor sería que Rusia desapareciera![12]

Aunque liberal en sus inicios, sus viajes por Europa acercaron a Herzen a posiciones más radicales de izquierda, defendiendo ideas socialistas. En ello, Herzen es paradigmático de la deriva de la oposición zarista a partir de la década de 1860, cuando empezará a ganar peso el elemento revolucionario de izquierdas que, sobre las demandas liberales de aperturismo, se alzó como defensor del pueblo oprimido, especialmente el campesinado. Así, en la misma Kolokol se publicaba:

La mayoría puede estar atrasada y adolecer de falta de dinamismo; sintiendo las dificultades de su situación actual no hace nada por liberarse; preocupada por sus problemas, permanece sin solucionarlos. Entonces, surgen personas que hacen de esos sufrimientos y aspiraciones la causa de su vida; actúan como propagandistas a través de la palabra y como revolucionarios a través de sus actos; pero en ambos casos, el verdadero fundamento es la mayoría y su grado de compromiso hacia ella.[13]

La pretensión de erigirse en defensores de las masas oprimidas se convirtió pronto en el tema central de gran parte de los intelectuales críticos, de la mano de las ideas socialistas crecientes en toda Europa. Para liberar al pueblo, sin embargo, no bastaba con aplicar reformas, era necesario un cambio absoluto del sistema: la revolución. Herzen y otros intelectuales de su generación verdaderamente actuaron como propagandistas a través de la palabra de las nuevas ideas radicales, pero pronto la generación que les siguió dio el paso de actuar como revolucionarios a través de sus actos.

La radicalización de la oposición rusa en la década de 1860 coincide con el fenómeno del llamado “nihilismo”, término confuso donde los haya[14]. El nihilismo surgido en la Rusia de Alejandro II era básicamente la compleja adaptación de las corrientes más radicales del socialismo revolucionario al alma rusa. Los nihilistas se presentaron como modelo de hombres nuevos, sin lazos con el pasado y libres de toda imposición externa de la religión, la cultura o la sociedad. Vivían una vida ascética y profesaba un racionalismo exacerbado que renegaba de los sentimientos, el arte y todo cuanto consideraban “superfluo” para lograr la revolución. En palabras de Richard Stites, los nihilistas preferían la ciencia a la fe, los artefactos a las obras de arte, el materialismo sobre el idealismo y el realismo sobre el romanticismo[15].

El nihilismo, aunque muy restringido a unas minorías dentro del ámbito universitario, generó una gran convulsión en Rusia por su radicalidad rupturista. Para muchos ejerció un encanto fascinador con su utópico modelo de un mundo racionalmente ordenado y justo, libre de toda superstición y opresión, tal y como lo representó Chernyshevsky en su novela ¿Qué hacer? (1863)[16]. Sin embargo, el pensamiento nihilista no llegó a elaborar un programa de reforma verdaderamente coherente para después de la revolución, supliéndolo con un acusado sentimiento destructivo que veía la demolición de todo lo existente como un paso purificador necesario para erigir el nuevo mundo. Dimitri Pisarev, otra de las cabezas del movimiento, publicó en su revista Ruskoue Slovo “todo lo que pueda romperse, hay que romperlo; lo que aguante el golpe, será bueno, lo que estalle, será bueno para la basura”[17]. Tras el cierre temporal de Ruskoe Slovo por las autoridades en 1862, el mismo Pisarev escribió un artículo pidiendo a la juventud rusa que utilizase sus fuerzas para aniquilar por completo al zar y la familia real que le valió cuatro años de prisión.

Los nihilistas de la década de 1860 como Chernyshevsky o Pisarev, pese a su radicalismo, nunca llegaron a saltar del plano intelectual al político y algunos autores han considerado que, pese a su prosa incendiaria, fue en esencia un movimiento pacífico[18]. La tendencia destructiva como purificación necesaria, sin embargo, tuvo un gran efecto en el pensamiento revolucionario ruso y pronto fue recogida por grupos terroristas que hicieron realidad hasta las más atroces soflamas de Pisarev.

La pasión por la destrucción

Mientras en San Petersburgo y Moscú los nihilistas fantaseaban con demoler el zarismo a golpe de revistas clandestinas y tertulias de estudiantes, una comunidad cada vez más grande de exiliados rusos se había ido instalando en el resto de Europa, donde las cenizas de las exitosas revoluciones liberales de 1848 seguían avivadas por el creciente movimiento socialista organizado desde 1864 en la Asociación Internacional de Trabajadores o “Primera Internacional”. Entre ellos, el más activo era Mijail Bakunin, veterano de la mayoría de las insurrecciones recientes en el Viejo Continente, que había empezado a desarrollar la doctrina revolucionaria del anarquismo, por oposición a la vía autoritaria y organizada que pedía Marx. La visión anarquista de Bakunin, como no podía ser de otra forma en un revolucionario ruso formado en la retórica de la década de 1860, tenía un fuerte carácter nihilista que se concentraba en la glorificación de la destrucción como gran acto revolucionario. El anarquismo creía que solo tras demoler todo rastro de la decante civilización podría emerger entre las ruinas un mundo igualitario de comunas autogestionadas, de forma que, en palabras de Bakunin: “la pasión por la destrucción es, en realidad, una pasión creativa”[19]. El anarquismo adoptó los elementos más violentos del nihilismo y los convirtió, más allá de la especulación filosófica, en un programa político aplicable que entendía la destrucción y la muerte como pasos necesarios para la revolución. Bakunin, sin embargo, siempre abogó por las grandes insurrecciones populares como método para derribar el sistema, antes que en las iniciativas individuales, aunque no se oponía a ningún tipo de violencia revolucionaria[20].

Bakunin, como muchos de los líderes revolucionarios del momento, confiaba en que las convulsiones de la Rusia de Alejandro II fuesen el anuncio de una gran revolución que sirviese de precedente para el proletariado de las demás naciones. Por ello en 1869, desde su exilio en Suiza, trabó amistad con un joven compatriota, Sergei Neachev. Ejemplo paradigmático de los jóvenes estudiantes afectados por el nihilismo, Nechaev era un fanático radical, probablemente desequilibrado, que llevaba una vida de rígido ascetismo y enteramente dedicada a conseguir la revolución. Admirado por los escritos de Bakunin, se presentó ante él en Suiza haciéndose pasar por el líder de una inexistente organización revolucionaria y convenció al padre del anarquismo de que era la persona indicada para actuar como su agente en Rusia. Para ello, Bakunin lo nombró miembro de la Alianza Mundial Revolucionaria, que tampoco existía realmente, y le encargó agitar la revuelta en Rusia[21]. La misión de Nechaev, sin embargo, fue breve: tras poco exitosos intentos por reclutar colaboradores, asesinó a uno de sus compañeros sospechando que era un traidor y después huyó abandonando al resto de su organización cuando la policía encontró el cuerpo y la desmanteló. Bakunin renegó de sus brutales métodos y en 1872 Nechaev fue extraditado a Rusia, donde murió en una celda años después.

A pesar de su decepcionante carrera como revolucionario, Nechaev ejerció una importante influencia en el desarrollo del terrorismo revolucionario ruso gracias a su escrito El catecismo del revolucionario (1869), publicado durante su tiempo de colaboración con Bakunin[22]. El texto, que se compone de 26 puntos, refleja el celo fanático que espoleaba a muchos revolucionarios y supone el culmen del culto a la destrucción como esencia de la revolución. El revolucionario es un hombre en el que “todo en él se dirige hacia un solo fin, un solo pensamiento, una sola pasión: la revolución” y que “es un enemigo implacable de este mundo, y si continúa viviendo en él, es sólo para destruirlo más eficazmente”. Para ello se exige:

Siendo severo consigo mismo, el revolucionario deberá ser severo con los demás. Todos los tiernos y delicados sentimientos de parentesco, amistad, amor, gratitud e incluso el honor deben extinguirse en él por la sola y fría pasión por el triunfo revolucionario. Para él sólo debe existir un consuelo, una recompensa, un placer: el triunfo de la revolución. Día y noche tendrá un solo pensamiento y un solo propósito: la destrucción sin piedad. Manteniendo la sangre fría y trabajando sin descanso para esa meta, estará listo para morir y para destruir con sus propias manos todo lo que le estorbe.[23]

El Catecismo acompaña esta pavorosa concepción con una serie de disposiciones prácticas igualmente despiadadas en las que se instruye sobre cómo deben operar los revolucionarios, organizándose en grupos secretos altamente centralizados y piramidales destinados a operar con total eficacia. Dichos grupos tenían un fin, purgar la sociedad de aquellas personas que se opongan a la revolución. Así, el texto dice:

Toda esta sucia sociedad tendrá que ser dividida en varias categorías. La primera categoría es la de aquéllos que deberán morir sin demora. La Organización de camaradas revolucionarios harás listas de los condenados, tomando en cuenta el daño potencial que puedan hacer a la revolución, y eliminarán en primer lugar a los primeros de la lista.[24]

La obra de Nechaev y Bakunin es un punto de inflexión en los movimientos de extrema izquierda rusos. No solo llevaba a su extremo más radical los conceptos nihilistas de destrucción y exaltaba la violencia como arma revolucionaria, sino que por primera vez proponía el terrorismo como forma de actuación y establecía un manual sobre cómo ponerlo en práctica de forma organizada. Despreciando la inoperancia de todos los intelectuales de salón y panfletistas clandestinos, Nechaev entiende que el revolucionario es necesariamente un terrorista. Dado que todas las normas de la sociedad se han rechazado con el nihilismo, la moralidad deja de existir como concepto y el revolucionario solo mide sus actos por la efectividad con la que propician el advenimiento de la revolución. El terrorismo se ve imbuido además de un celo fanático casi religioso, que convierte la revolución en una causa sagrada ante la cual toda consideración ulterior se desvanece[25]. Por todo ello, El catecismo del revolucionario, con razón, ha sido considerado el nacimiento del fenómeno terrorista tal y como hoy lo entendemos.

Tras el fracaso de Nechaev, las ideas anarquistas de Bakunin tardaron varios años en establecer con fuerza en Rusia, pero el modelo del terrorismo tuvo mucho más éxito. En realidad, el primer atentado terrorista moderno se adelantó a Nechaev por unos años cuando en 1866 Dimitri Karakozov, un joven nihilista desequilibrado y con tendencias suicidas, disparó contra Alejandro II durante uno de sus paseos por San Petersburgo. Karakozov erró el tiro y fue detenido y condenado a la horca, pero la investigación destapó toda una trama dirigida por su primo Nikolai Ishutin que presuntamente presidía una organización secreta revolucionaria llamada “Infierno” destinada a organizar atentados suicidas contra el zar y su familia. Los testimonios sobre las exigencias de “Infierno” eran muy similares al modelo ideal de Nechaev:

Un miembro de Infierno debe vivir bajo un nombre falso y cortar todos los vínculos con la familia; no debe casarse, debe abandonar a sus amigos y en general debe vivir con un único y exclusivo propósito: un profundo amor y devoción por su país y su bien. Por su país debe abandonar toda satisfacción personal y a cambio sentir odio por el odio, rechazo por el rechazo, concentrando estas emociones en su interior.[26]

Aunque el juicio no pudo probar la existencia de Infierno, que fue negada por los acusados, los detalles del caso tuvieron un enorme impacto en la sociedad rusa y demostraron que la oposición revolucionaria empezaba a escapar al control del gobierno[27].

La voluntad del pueblo

Los casos de Nechaev y Karakozov demostraban que el movimiento estudiantil nihilista estaba convirtiéndose en un peligroso caldo de cultivo para la aparición de organizaciones terroristas. La respuesta del zarismo fue ambigua e ineficaz: por un lado, recrudeció la censura y la persecución de las asociaciones universitarias, llevando a cabo numerosas detenciones y cerrando revistas e imprentas, pero por otro se mostró temeroso de ejercer una dureza excesiva y la mayoría de las operaciones policiales acababan sin represalias para los arrestados, que volvían al poco tiempo a la actividad[28]. Fue el caso de una de las principales asociaciones revolucionarias, Zemlia i Volia —Tierra y Libertad—, que reunía a las mentes más destacadas del llamado populismo ruso, una vía socialista basada en las ideas de Herzen que abogaba por una revolución campesina que acabase con el zarismo[29]. Tras ser disuelta en 1864, la organización volvió a surgir en 1874, convertida en la principal representante de la oposición. En su programa, afirmaba que sus demandas “solo podían cumplirse mediante una revolución violenta” y aunque en principio su actividad era meramente la agitación, muchos miembros simpatizaban con las ideas terroristas, consideras como una medida de autodefensa de las clases populares o incluso una especie de “justicia popular”[30].

En 1878 una joven llamada Vera Zasulich atentó contra el coronel Trepov, gobernador de San Petersburgo, hiriéndolo gravemente de un disparo. Aunque Zasulich había tenido contacto con Nechaev y otros simpatizantes anarquistas, su juicio se presentó como un caso de venganza personal por el maltrato de Trepov a un joven prisionero al que había ordenado azotar y, sorprendentemente, fue absuelta. El juicio fue enormemente publicitado en toda Rusia y se convirtió en un símbolo de la debilidad del gobierno frente al descontento de la opinión pública[31]. El caso enconó el debate dentro de Zemlia i Volia sobre la necesidad del terrorismo y finalmente, en 1879, la organización se dividió entre una rama puramente política minoritaria llamada Repartición Negra y una mayoritaria consagrada a la actividad terrorista que adoptó el nombre de Narodnaia Volia —la voluntad del pueblo—.

Narodnaia Volia ha sido frecuentemente definida como la primera organización terrorista de la Historia, lo cual es cierto si tenemos en cuenta que Infierno probablemente nunca llegó a existir como ente organizado y que la única víctima de la organización de Nechaev antes de ser descubierta fue uno de sus propios miembros. Los populistas de Narodnaia Volia, por el contrario, consiguieron establecer una estructura estable y eficaz que debía mucho a las instrucciones del Catecismo del revolucionario, hasta el punto de que Vera Zasulich llegó a describir la organización como “puramente Nechaev”[32]. En su punto álgido, antes de 1881, llegó a alcanzar entre trescientos y cuatrocientos miembros, separados en distintas células aisladas unas de otras, dirigidas desde un Comité Central de no más de veinte personas inaccesible a los miembros regulares. Aunque esta estructura, dispuesta para evitar las infiltraciones policiales, nunca llegó a operar con el secretismo y la profesionalización que los líderes pretendían, supuso el primer intento de llevar a cabo un terrorismo coordinado y constante[33]. Narodnaia Volia también representó la adaptación del terrorismo a los nuevos tiempos, valiéndose de los avances de la Rusia industrial para acometer sus crímenes. Fueron pioneros en el empleo de la dinamita, recientemente descubierta por Alfred Nobel, comenzando la larga y negra historia de las bombas como arma terrorista. Además, aprovecharon hábilmente la creciente red de ferrocarriles para moverse por el país, ampliar su radio de acción, despistar a la policía e incluso llegaron a atentar descarrilando trenes[34].

Narodnaia Volia no solo perfeccionó la organización y la técnica del terrorismo, sino también su mensaje. A diferencia de sus predecesores, la organización se preocupó por intentar legitimar sus acciones ante la opinión pública, que comenzaba a ser cada vez más importante y prestar más atención al fenómeno terrorista[35]. Para atraerse más apoyos entre la población, especialmente la intelligentsia burguesa, se publicó un programa en el que pedían muchas de las reivindicaciones liberales como el establecimiento en Rusia de la libertad de pensamiento, expresión, reunión y asociación, así como la convocatoria de un parlamento democrático[36]. El programa prometía que depondrían las armas en cuanto se cumpliesen esas demandas, pero a la vez el Comité Ejecutivo emitió un comunicado en el que se erigían como jurado y declaraban a Alejandro II culpable de crímenes contra el pueblo, condenándolo a muerte[37].

La condena era mucho más que un ejercicio retórico y el Comité Ejecutivo centró todos sus esfuerzos en descubrir la forma de acometer el regicidio. No eran los primeros que intentaban seguir los pasos del desdichado Karakozov. El 20 de abril de 1879 un estudiante vinculado con la extinta Zemlia i Volia, Alexander Soloviev, disparó contra el zar mientras pasaba revista a su guardia, pero falló y fue ahorcado. El verano anterior había sido ejecutado un socialista judío, Solomon Wittenberg, por intentar hundir con una mina el barco del zar en Odessa. El Comité Ejecutivo de Narodnaia Volia sabía que para evitar otro fracaso debía preparar minuciosamente la operación. En diciembre de 1879, dos equipos de terroristas minaron con dinamita las vías del tren que debía transportar al zar de vuelta de su residencia de verano en Livadia, pero fallaron: la primera mina no hizo explosión y la segunda voló por error el tren que llevaba a la comitiva del zar y no en el que viajaba el monarca. En febrero de 1880, a través de un infiltrado en el servicio, situaron una bomba bajo el comedor del Palacio de Invierno de San Petersburgo, pero estalló antes de que Alejando II entrase en la sala, matando a once personas e hiriendo a cincuenta y seis más. Pese a los fracasos, la imposibilidad de la policía para detener los atentados y la audacia de los mismos empezaron a crear una leyenda en torno a los terroristas de Narodnaia Volia, de los que se hablaba no solo por todo el Imperio, sino en el mundo entero[38].

En noviembre de 1880 la policía consiguió arrestar al principal líder de Narodnaia Volia, Alexander Mijailov, que fue juzgado y condenado a muerte, aunque el zar conmuto la pena por prisión. El Comité Ejecutivo de la organización terrorista no se desanimó por este golpe y, siguiendo las últimas instrucciones por carta de Mijailov, se centraron obsesivamente en el regicidio[39]. Finalmente, el 13 de marzo de 1881 (1 de marzo en el calendario juliano ruso), los terroristas consiguieron alcanzar a su escurridizo objetivo. Tres miembros de la organización armados con bombas sorprendieron al carruaje del zar cuando volvía de revisar unos ejercicios militares de la guardia en San Petersburgo. La primera bomba lanzada mató o hirió a varios miembros de la comitiva y transeúntes, pero Alejandro II volvió a salir ileso. Sus escoltas intentaron sacarlo del lugar, pero el zar quiso ver primero a los heridos, momento en el que Ignacy Hryniewiecki, de veinticinco años, arrojó una segunda bomba que alcanzó de lleno al zar destrozándole las dos piernas. Su sequito consiguió llevar al moribundo monarca hasta palacio, donde murió. Hacía apenas unas horas, Alejandro II había firmado un decreto autorizando al ministro del Interior, el conde Loris-Melikov, a aplicar un tímido programa de reformas constitucionales que permitiese una apertura de la autocracia zarista[40].

El triunfo de Narodnaia Volia supuso a la vez su destrucción. Los militantes terroristas despreciaban a los revolucionarios de salón de la intelligentsia por hablar inútilmente de la revolución sin hacer nada por ella[41], pero en su nihilismo destructivo cayeron en el otro extremo: estaban tan consagrados a la aniquilación del sistema que no sabían qué hacer cuando éste cayese. Diez días después del asesinato, Narodnaia Volia envió una carta al hijo y sucesor de Alejandro II, Alejandro III, reiterando las exigencias de su programa, pero más allá de aquel gesto el Comité Ejecutivo no tomó medidas para favorecer la revolución o forzar al zar a aceptar sus demandas[42]. En realidad, la organización no tenía un plan de acción para aprovechar la muerte del zar, sino que más bien parecían creer que su desaparición llevaría a un colapso automático del país y conduciría a la eventual revolución. Pero lejos de desmoronarse, el zarismo reaccionó al atentado con renovado vigor y dureza. El asesinato de Alejandro II puso fin a la etapa reformista del zarismo. Alejandro III y sus consejeros entendieron que la apertura y permisividad habían sido las causas del ascenso del terrorismo y volvieron a las posiciones conservadoras del reinado de Nicolás I. Las reformas de Loris-Melikov se cancelaron sin llegar a entrar en vigor y se retomó la defensa a ultranza de la Ortodxia, la Autocracia y el Nacionalismo[43]. Junto a estas medidas, el zarismo contratacó para acabar con los terroristas endureciendo las leyes penales, aumentando la censura y, sobre todo, creando un poderoso cuerpo de Policía Secreta destinado a detectar y neutralizar la oposición: la Okhrana[44]. El resultado de las medidas de Alejandro III fue que en unos pocos meses Narodnaia Volia fue desmantelada y sus miembros, junto con otros muchos revolucionarios de distintos grupos, fueron encarcelados o tuvieron que huir al exilio. La actividad revolucionaria se vio reducida a la insignificancia y el terrorismo prácticamente desapareció.

 

 

[1] Hanna ARENDT, Sobre la revolución, Madrid: Alianza Editorial, 2013 p. 29

[2] Establecer el origen del terrorismo es tan difícil como establecer lo que significa el propio concepto. Sin embargo, la mayoría de los estudios monográficos sobre el tema coinciden en situar en la Rusia prerrevolucionaria la génesis del terrorismo, al menos tal y cómo hoy se entiende. Así lo hace, por ejemplo, Walter LAQUEUR, A History of terrorism, Londres: Transaction Publishers, 2012, p. 11 El estudio de Lindsay CLUTTERBUCK, “The progenitors of terrorism: Russian revolutionaries or extreme Irish republicans?”, Terrorism and political violence 16 (2004) pp. 154-181 plantea la importante influencia del terrorismo irlandés de finales del siglo XIX, pero reconociendo que el origen se encuentra en los revolucionarios rusos.

[3] Andrew SILKE, Jennifer SCHMIDT-PETERSEN, “The Golden Age?: What the 100 most cited articles in terrorism tell us”, Terrorism and political violence 27 (2015) pp. 9-10

[4] Andrew SILKE, “The Road Less Travelled: Trends in Terrorism Research” en Andrew Silke (ed.), Research on Terrorism: Trends, Achievements and Failures, London: Frank Cass (2004) p. 298

[5] Magnus RANSTORP, Mapping terrorism research, Londres: Routledge, 2006 p. 19

[6] Anke HILLBRENNER, Frithjof Benjamin SCHENK, “Introduction: Modern times? Terrorism in Late Tsarist Russia”, Jahrbücher für Geschichte Osteuropas 58 (2010) pp. 162-164

[7] Catherine EVTUHOV, Richard STITES, A history of Russia: peoples, legends, events, forces since 1800, Boston: Houghton Mifflin, 2004 p. 105

[8] Mariano GARCÍA DE LAS HERAS, “El declive del zarismo”, Ab Initio, Núm. 6 (2012)   p. 49

[9] Nicolas RIASANOVSKY, Nicholas I and Official Nationality in Russia 1825–1855, Berkeley: University of California Press, 1959 pp. 266–67

[10] Christopher HILL, La revolución rusa, Barcelona: Ariel 2017, p. 18

[11] Luis PASAMAR, “Los antecedentes del nihilismo”, Revista de Estudios Políticos 6 (1978) p. 146

[12] Citado en Miguel VÁZQUEZ LIÑÁN, “Periodismo ruso en el exilio: Alexánder Ivánovich Herzen (1812-1870)”, Revista Científica de Información y Comunicación 3 (2006) pp. 199-200

[13] Ibidem, p. 199

[14] Aunque la palabra era anterior, el empleo político del término tal y como se generalizó se debe al escritor Turgenev en su novela Padres e Hijos, donde reflejaba la transición de la intelligentsia entre una generación de 1840 moderadamente liberal y occidentalizante y sus hijos, a los que definió como nihilistas. Sasha ST JOHN MURPHY, “The Debate around Nihilism in 1860s Russian Literature”, Slovo, vol. 28, 2 (2016) pp. 57

[15] Richard STITES, Revolutionary Dreams, Nueva York: Oxford University Press, 1989 p. 68

[16] Nikolai Chernyshevsky (1828-1889) fue quizá el más importante de los nihilistas. Estudiante de la Universidad de San Petersburgo, donde era apodado Sant-Just por sus ideas socialistas, fue perseguido por sus escritos revolucionarios. Desde la prisión de la fortaleza de San Pedro y San Pablo escribió ¿Qué hacer? Sasha ST JOHN MURPHY, Opus cit. pp. 61-62

[17] Alejandro G. MIROLI, “Nihilismo epistémico y escepticismo. Notas para una demarcación”, A Parte Rei 59 (2008) p. 2

[18] Luis PASAMAR, Opus cit. p. 152

[19] Steven G. MARKS, How Russia Shaped the Modern World: From Art to Anti-Semitism, Ballet to Bolshevism: Paperback, 2004 p. 10

[20] Richard BACH JENSEN, The Battle against Anarchist Terrorism: An International History, 1878–1934, Cambridge: Cambridge University Press, 2014 pp. 13-15

[21] Steven G. MARKS, Opus cit. p. 12

[22] La autoría de Bakunin sobre el Catecismo ha sido muy discutida, aunque la mayoría de los autores aceptan la coautoría de ambos. Como referencia, véase Philip POMPER, “Bakunin, Nechaev, and the of a Revolutionaryr: Tire case for Joint Authorship”, Canadian-American Slavic Studies, 10:4 (1976) p 546

[23] Sergei NECHAEV, Mijail BAKUNIN, Catecismo del revolucionario, punto 6

[24] Ibidem, punto 15

[25] Sobre el carácter “religioso” de los movimientos revolucionarios rusos se han hecho considerables reflexiones. Muchos estudiosos han visto conexiones entre la profunda religiosidad ortodoxa rusa y su mesianismo y la actitud radical del nihilismo revolucionario. El propio Bakunin, que era un ateo de pensamiento enormemente místico, alabó a Nechaev y sus compañeros como “creyentes sin Dios”. Abott GLEASON, Young Russia: the genesis of Russian radicalism in the 1860s, Nueva York: Viking Press (1980) p. 354

[26] Citado en Marc SAGEMAN, Turning to Political Violence: The Emergence of Terrorism, Filadelfia (EEUU): University of Pennsylvania Press (2017) p. 158

[27] Aunque el caso atrajo poca atención en la historiografía posterior, existe una reciente monografía a partir de los documentos oficiales del juicio y la prensa coetánea por parte de Claudia VERHOEVEN, The Odd Man Karakozov: Imperial Russia, Modernity, and the Birth of Terrorism, Ithaca (EEUU): Cornell University Press (2015)

[28] Esta es una de las características que Crenshaw considera idóneas para el surgimiento del terrorismo, al reforzar la sensación de persecución de los opositores pero sin ejercer un efecto disuasorio. Martha CRENSAHW, “The causes of terrorism”, Comparative Politics, Vol. 13, 4. (1981), p 383.

[29] El populismo ruso nunca llegó a ser una doctrina homogénea ni bien definida. Pese a su indudable carácter revolucionario y socialista, no se identificaba ni con el anarquismo de Bakunin ni con el marxismo que posteriormente defenderían los leninistas. Para un breve estudio, véase Roberto GARCÍA JURADO, “Las Raíces del populismo: los movimientos populistas del siglo XIX en Rusia y estados Unidos”, Nueva Época, 63 (2010) pp. 267-288

[30] Franco VENTURI, Roots of Revolution: A History Of The Populist And Socialist Movements In Nineteenth Century Russia, Nueva York: Alfred A. Knopf (1960) pp. 573-574

[31] Véase Samuel KUCHEROV, “The case of Vera Zasulich”, The Russian Review Vol. 11, 2 (1952) pp. 86-96

[32] De hecho, la figura de Nechaev era tomada como un referente y admirada por los dirigentes de Narodnaia Volia, tal y como atestiguan varios testimonios de miembros de la organización como Vera FInger. Adam Bruno ULAM, Prophets and Conspirators in Pre-Revolutionary Russia, Nueva Brunswick (EEUU): Transaction Publishers (1998) p. 199

[33] Steven G. MARKS, Opus cit. p. 16

[34] Martha CRENSAHW, Opus cit. p. 381 Existe un trabajo concreto de Frithjof Benjamin SCHENK, “Attacking the Empire’s Achilles Heels: Railroads and Terrorism in Tsarist Russia”, Jahrbücher für Geschichte Osteuropas (2010) pp. 232-253

[35] El terrorismo ruso llegaba hasta los titulares de la prensa extranjera, que seguía con atención las convulsiones del Imperio Ruso, a veces incluso con simpatía. Alfred E. SENN, “The Russian Revolutionary Movement of the Nineteenth Century as Contemporary History”, Washington D.C.: Woodrow Wilson International Center for Scholars; Kennan Institute Occasional Paper Series, 250 (1993) p. 2

[36] Francisco Javier RUIZ DURÁN, José Antonio PEÑA RAMOS; “Aproximación histórica a los orígenes y evolución del terrorismo presoviético”, Estudios de Seguridad y Defensa 1 (2013) p. 178

[37] Derek OFFORD, The Russian Revolutionary Movement in the 1880s’, Cambridge: Cambridge University Press (1986) pp. 28-29

[38] Para los atentados de Narodnaia Volia el mejor y más completo relato es el de Avrahm YARMOLINSKY, Road to revolution: a century of russian radicalism, Nueva York: Macmillan (1959) p. 250 y ss.

[39] Mijailov, antes de su confinamiento, en el cual moriría, afirmó: “En Rusia solo hay una teoría, ganar la libertad para ganar la tierra […] la única manera [de conseguirlo] es golpear al centro”. Ibidem pp. 271-272

[40] Edvard RADZINSKY, Alexander II: The Last Great Tsar, Nueva York: Simon and Schuster (2005) pp. 413-415

[41] Nechaev los consideraba la quinta categoría en su lista de enemigos de la revolución “doctrinarios, conspiradores y revolucionarios que sólo hablan inútilmente ante muchedumbres o sobre el papel” Sergei NECHAEV, Mijail BAKUNIN, Opus cit. punto 20

[42] Martin A. MILLER, The Foundations of Modern Terrorism: State, Society and the Dynamics of Political Violence, Nueva York: Cambdridge University Press (2013) p. 77

[43]Christopher READ “Revolution, Culture, and Cultural Policy from Late Tsarism to the Early Soviet Years” en Russian Culture in War and Revolution, 1914–22, Murray Frame, Boris Kolonitskii, Steven G. Marks, and Melissa K. Stockdale (eds.) Bloomington (Reino Unido): Slavica Publishers (2014), p. 4

[44] Existe una abundante bibliografía sobre la Okhrana. Como ejemplo, véase Frederick ZUCKERMAN, The Tsarist Secret Police and Russian Society, 1880-1917, Nueva York: NYU Press, 1996 o Huge PHILIPS, “The War against Terrorism in Late Imperial and Early Soviet Russia” en Isaac Land (ed.) Enemies of Humanity: The Nineteenth-Century War on Terrorism, Nueva York: Palgrave Macmillan (2008) pp. 203-222

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