La nueva política social en la era de la mundialización

Decir “política social” tiene algo de pleonasmo porque es difícil encontrar alguna política que no incida en lo social. Generalmente, se usa la terminología de “política social” para referirse a un gran número de actividades que no tienen que ver con la arquitectura del Estado, pero que responden a demandas sociales concretas (sanidad, cultura, “igualdad”, educación, etc). Debemos admitir que este uso podría matizarse mucho y precisarse otro tanto pero puede servir para entendernos, en tanto que se trata de una acepción acrisolada en el debate político y mediático. Sin embargo, esta singularización de las “políticas sociales” se lleva a un extremo más allá del que permiten establecer los hechos, porque en realidad muchas de esas “políticas sociales” acaban incidiendo en la arquitectura misma del Estado. Algunos ejemplos pueden extraerse del acontecer de las últimas décadas. El cambio de una conciencia patriótico-comunitaria a una nueva conciencia individualista, como el operado en España a lo largo de los años 70-80; la educación de varias generaciones en los tópicos de los nacionalismos periféricos; la política antinatalista, resultado del rechazo a la maternidad; el hedonismo materialista y el consumismo, que toma el relevo a la religiosidad popular; la sanidad demandada por una población envejecida, son todos ellos fenómenos que nacen desde la sociedad e inciden directamente en la arquitectura del Estado.

Todo esto que explicamos es, en realidad, muy antiguo. Antonio Gramsci, el mítico fundador del Partido Comunista Italiano, ya puso en circulación la idea de que las grandes transformaciones sociales nacen primero en el seno de las sociedades humanas para acabar provocando transformaciones políticas. En su obra, la más importante a nuestro juicio, “Introducción a la filosofía de la praxis”, Gramsci desarrollaba la idea central –y muy simple- de su pensamiento: “todo el mundo es filósofo”. Esta afirmación, comprendida genialmente junto con sus consecuencias, no eran si no la puesta en marcha de otra idea de su maestro Benedetto Croce en torno a la idea de “cultura”. Para Croce, la “cultura” es una “concepción del mundo hecha norma de vida aplicada”. Con ello se refería al conjunto de valores, costumbres y creencias en torno a las cuales organizamos nuestra vida. Como esa “concepción del mundo” o esas costumbres, creencias y valores que, en uno u otro grado, todo el mundo las tiene (porque todo el mundo necesita organizar su propia vida), están penetradas de una “filosofía espontánea… propia de todo el mundo”, de ahí se deduce que cambiando ésta, se sigue el cambio del mismísimo modo de vivir de la gente. Gramsci esgrime como ejemplos de “filosofía espontánea”, primero, el lenguaje mismo, que es un conjunto de conceptos y nociones determinadas; segundo, lo que denominamos coloquialmente “sentido común” o “buen sentido” y, por último, la “religión popular”, que sirve para regular las relaciones morales del hombre con los demás y con su entorno. Esta es la idea central del pensamiento gramsciano, y no las reflexiones en torno a la idea de “hegemonía” que resultan hasta cierto punto secundarias.

Sentada la base, la pregunta esencial que hace Gramsci es la que todo hombre puede hacerse en el denominado “momento crítico”; es decir, la cuestión de si es preferible pensar sin tener conciencia crítica de ello, si se participa o no de lo que nos viene impuesto. Dependiendo de cómo se haga la crítica se obtendrá una filosofía resultante o, dicho de otro modo, a través de la crítica se puede cambiar el mundo en el que se vive.

Llegado a este punto es evidente que el “momento crítico” de eso que hemos dado en llamar “globalización” es muy diferente del “momento crítico” del hombre tradicional, que vive inserto en un orden social que no cuestiona. A la pregunta de si es preferible pensar sin tener conciencia crítica de ello o de si se participa o no de lo que nos viene impuesto, el hombre tradicional responde, no anulándose de manera absoluta, si no contribuyendo a sostener un orden en el que cree. El hombre tradicional innova pero no alenta revoluciones, de manera que su modo de vida constituye un valladar intrínseco a las aspiraciones de la “globalización”.

Pero, ¿qué es la “globalización”? En buena parte de la literatura sobre este tema, se emplea indistintamente los términos “globalización” y “mundialización”. Algunos autores han distinguido entre estos conceptos de manera un tanto dogmática. Por ejemplo, han preferido designar una cosa con un término y otra con otro, de manera un tanto arbitraria. Para algunos, el término “globalización” se refiere a la fase final del proceso de expansión del mercado, mientras que “mundialización” responde a la fase en el que este mercado mundial empieza a constituirse.

Solo algunos han intentado dar razón de ambos términos. En este sentido Gustavo Bueno, ha empleado un potente enfoque léxico y semántico a la vez, para decir que el término “globalización”, derivado del “globus” latino, se refiere a una “totalidad distributiva”, en la que multitud de conceptos comunes o análogos quedan “englobados”, según un determinado parámetro. De ahí que “globalizaciones” haya muchas, tantas como parámetros: hay globalización cultural, económica, técnica, etc, que intentan fusionar diferentes culturas, modelos económicos o procedimientos técnicos, en un solo modelo válido para todos. Siempre según Bueno, “mundialización”, un “todo atributivo”, solo hay una por la aplastante razón de que solo hay un mundo. Puede derivarse de aquí, añadiríamos nosotros, una cierta relación jerárquica entre “mundialización” y “globalización”, dado que para la unificación del mundo es necesario poner en marcha todas las globalizaciones posibles. El objetivo de la “mundialización” es unificar el mundo en torno a un conjunto de criterios. En términos gramscianos, se pretende una “filosofía espontánea” común a todo el mundo, para llegar a la cual se hace necesario un “momento crítico” universal, en el que todos los hombres se cuestionen lo establecido del mismo modo. La herramienta más potente que pone en marcha este proceso es el mercado, si bien es evidente que lo que se pretende no es un cambio económico por la razón de que la “mundialización” NO es un concepto económico (aunque la globalización sí puede serlo, si nos atenemos a la concepción de Bueno).

La “mundialización” se pone en marcha cuando la economía política se halla consolidada, es decir, cuando las unidades de producción son los Estados Nación o mejor las Naciones-Estado, como nos gusta más decir a nosotros. En polémica con Bueno, nosotros sí creemos que, aunque los estados sigan fijando las normas de contingentación, tributación o incluso las declaraciones de guerra por encima de los intereses de la “mundialización”, para nosotros es evidente que la “mundialización” no anula al Estado ni lo extingue –de momento- pero sí lo condiciona y manipula sus decisiones soberanas, a través de poderosos intereses comerciales y financieros que con frecuencia se contraponen a la soberanía del Estado.

El proceso de “mundialización” se basa en distintos niveles de ”globalización”, que progresivamente van desnaturalizando y destruyendo el parámetro correspondiente. Así, la ”globalización” de capitales acaba desnaturalizando el papel del dinero como elemento de cambio para el bienestar de las sociedades humanas; la ”globalización” de mercancías, acaba destruyendo la naturaleza de la mercancía como bien de consumo, para convertirlo en bien de especulación; la ”globalización” de las personas acaba convirtiendo a éstas en activos económicos, cuya suerte vital queda al albur de las necesidades de producción ocasionales y, por último, la ”globalización” de identidades conlleva el desarraigo intrínseco a la identidad para sustituirla por otra identidad necesariamente planetaria. Esta última, la ”globalización” de identidades, de alguna manera subsume todas las demás, dado que cada pueblo posee una política económica, comercial y demográfica de acuerdo con sus necesidades y características propias. Por eso la ”globalización” de identidades es –otra vez en términos gramscianos- el mayor esfuerzo crítico conocido por el hombre hasta la fecha.

Por todo este esquema, es evidente que no se puede separar una determinada política social del proceso de “mundialización”. Decir “mundialización” es decir un determinado tipo de vida, cuya imposición se dirime en medios de comunicación, universidades y escuelas y quizás de manera secundaria, en la arena política.

En consecuencia, cualquiera que quiera ejercer su “momento crítico” en contra de la corriente dominante de la “mundialización”, debe plantearse que sus intereses tienen que ser necesariamente globales. A este respecto, el pensador católico Peter J. Kreeft (1937) ha dado algunas indicaciones de enorme interés en su libro “cómo ganar la guerra cultural”. La obra no se limita, evidentemente, a una guerra entre intelectuales, sino en realidad a cualquier tipo de guerra o, más exactamente, Kreeft nos habla de una guerra global, planteada en los mismos términos que hiciera Antonio Gramsci, verdadero padre de la globalización. Así, es necesario recalcar que si no se sabe que se está en guerra, si se desconoce el tipo de guerra que se libra o si se emplea un tipo de arma diferente, poco o ningún provecho se sacará del esfuerzo de guerra. Estas observaciones son especialmente pertinentes a la hora de enfocar los problemas sociales suscitados por la progresiva invasión de las políticas propias de la “mundialización”. Una vez más, la inteligencia se coloca en la vanguardia de la acción. Habrá que tomar nota al respecto.

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