Utopía e historia, una peligrosa tensión de nuestro presente

Cuando hablamos de utopía hablamos de muchas cosas. Podemos establecer múltiples características del pensamiento y la literatura utópica que iremos indicando a continuación, pues, como en anteriores colaboraciones, tampoco en esta ocasión tenemos tanto la intención de dirigir la lectura del lector –valga la redundancia– como de darle o exponerle una serie de indicaciones y argumentos para que él mismo sea capaz de integrarlos en sus ortogramas, para que los digiera y emplee, según su criterio, con el mejor provecho. Así pues, al hablar de utopía, podemos encontrar múltiples definiciones, como la de la RAE, que la define como un “plan, proyecto, doctrina o sistema optimista que aparece como irrealizable en el momento de su formulación”; o, directamente, atendiendo a su etimología, la que la designa como “lugar imposible”; asimismo, podemos encontrar múltiples y variados aspectos (o características) de la misma si atendemos a la época histórica en la que se desarrolla, aunque se podrían señalar seis principales rasgos que, en unos casos más y en otros menos, suelen resaltarse como esenciales.

Primeramente, como se ha citado, “utopía” es un lugar que no existe si nos limitamos a su significado etimológico. En general, “utópico” sería sinónimo de “quimérico, irrealizable”, al ser el utopista lo que pasa por alto a la vez la realidad humana y a la dinámica social. Es lo imaginario; lo imaginario tiene que ver con la realidad, pero «a distancia», aureolar (dando, teleológicamente, por hecho, lo no realizable o lo no realizado). Es imaginario porque no es real, realizado, pero suple lo real.

En segundo lugar, hay quien no duda en afirmar que el pensamiento utópico es universal; que en todas las culturas hay o ha habido un pensamiento utópico o un lugar al que nosotros llamaríamos de esa manera. Los paraísos y las islas afortunadas formarían parte esencial del mundo onírico de todos los pueblos.

Una tercera característica es que las utopías se muestran como lugares alejados, idílicos, etc. Pero, sobre todo, son lugares felices, de la más absoluta bonanza.

En cuarto lugar, debemos señalar, respecto a los textos utópicos, que se trata de textos literarios y políticos. Hay mucha filosofía –aunque, más bien, habría que hablar de metafísica– expuesta en las utopías, pero los textos utópicos son eminentemente literarios, narrativos y ficticios; son, también, textos proyectivos; en su materialidad, los textos utópicos son eclécticos: no tienen un estatus definido; son híbridos. En definitiva, en ellos se suman, se articulan, muchos elementos: política, religión, filosofía, historia, etc.

También, en quinto lugar, hemos de afirmar que los textos utópicos poseen una función crítica. Postulan una realidad –mejor dicho, una idealidad– contra una realidad. La realidad ideal se confronta con la factual; así se genera una tensión entre lo real y lo imaginario, pero, siempre, sabiendo que se trata de algo imaginario, de algo que nunca podrá realizarse (y ahí está la mayor fuerza y debilidad de este tipo de pensamiento). A pesar de ser imaginario, el texto utópico es crítico, pues rechaza el estatus desde el que habla; el peligro está en que lo rechace sin haberlo entendido.

Por último, como sexta característica, es menester señalar que la utopía sublima el reino de la posibilidad, el reino de lo posible. La idea de posibilidad llega a adquirir mayor importancia que la realidad, y este es otro aspecto de su idealismo, pues lo hace olvidando que “posibilidad” es siempre “composibilidad” y, por tanto, viene determinada por los contextos o situaciones materiales en que se produce. Por ejemplo: el concepto de comunismo es, a juicio de muchos, el concepto moral y político más «avanzado» concebido hasta el momento, pero, al mismo tiempo, es imposible –un imposible político y ontológico–. Ésta es la fuerza y la debilidad del pensamiento utópico: por un lado nos abre a la posibilidad, pero, por otro, no nos da los medios, los instrumentos necesarios para la construcción de esa posibilidad a que da lugar. Lo mismo ocurre con el fundamentalismo democrático, que nos proyecta una situación ideal a la que no hemos llegado debido a «déficits democráticos».

¿Qué es la utopía?

 El adverbio del latín clásico nusquama se traduce como «en ninguna parte». Fue Tomás Moro quien acuñó el término “utopía”, combinando el griego ou (no), al que daría la forma latina «u», con el también griego topos (lugar). El concepto se universalizaría a partir de la obra del pensador londinense, hasta el punto de hacerse presente en todas las lenguas, y es que, aunque fuera inventado por él, el concepto subyacente es anterior. La virtud de la obra de Moro fue, así, darnos la capacidad de otorgar un nombre genérico a todas esas realidades preexistentes, un modo de unificarlas.

En la obra de Moro es posible hallar referencias e influencias de la utopía que Platón expuso en La República, relatando la construcción de una sociedad idealizada. También es digna de destacar la influencia de las narraciones de Américo Vespucio y el estímulo provocado por el descubrimiento de América por parte de España. Otras formas utópicas expuestas con anterioridad son, por ejemplo, las del paraíso judeocristiano, el jardín de Gilgamesh, la utopía religiosa de San Agustín o los mitos griegos de Homero o Hesíodo. Aunque en ellas no se emplease el término acuñado por Tomás Moro, ya apreciamos, actuando en ella, la teleología metafísica de ese mundo que está por llegar, de ese paraíso feliz. Puede comprobarse, de este modo, que ese anhelo de mundos perfectos y felices ha acompañado a los hombres desde tiempos inmemoriales –el idealismo es algo muy viejo–, aunque, como ya se ha señalado, la invención y descripción de sociedades utópicas no recibe tal denominación hasta el siglo XVI, con Moro, y habrá que esperar hasta el siglo XVIII para ver la palabra “utopía” convertida en nombre común. Las utopías atestiguan la permanencia de un gran y antiguo sueño; sin embargo, ni sus intenciones (muy diversas) ni su invención ni su respeto de las reglas de un género literario constituyen, del todo, el fundamento de su unidad.

En las utopías sí se da un hecho esencial y característico de ellas: su idealidad teleológica, metafísica. Surgen de los «defectos» o «imperfecciones» de la sociedad –por este motivo solemos encontrar, en ellas, guiños históricos y críticos, ya que todo mito tiene siempre un fulcro de verdad que distorsiona–, denunciándola y exigiendo el cambio y la trasformación de esa «defectuosa» realidad; de ahí su construcción, imaginaria a la par que crítica. Así pues, las utopías hunden las raíces en la realidad más auténtica y concreta, aunque sea para criticarla e intentar transformarla; por tanto, no sería correcto afirmar que la utopía fuera algo fantasioso, como sí señalar que se trata de algo imaginario (aunque falso). Su pretensión no es alejarse por completo de la realidad, sino partir de ella para criticarla y transformarla. ¿El problema? Que la detección de esos defectos o insuficiencias se realiza desde la propia utopía; desde ese reino de la posibilidad se juzga la realidad, proyectando, así, un juicio axiológico a toda la crítica utópica. Se juzga la ciudad terrena desde la ciudad celestial, suponiendo la mayor realidad y bondad, precisamente, en aquello que no existe. Se invierten los papeles y se confunde lo real con lo imaginario, falseando, de manera inevitable, todo el ejercicio crítico.

La creación de una utopía, es decir, la creación de un mundo tal y como debería ser, expresa, a su vez, una sensación de fracaso en la adaptación al mundo tal y como es. El utopista, el teleólogo, se siente incómodo en la sociedad de su tiempo, cuyas faltas –que, repetimos, sólo serán tales desde el modelo ideal inventado– advierte y condena. Por tanto, ¿se trata de un sueño puro, de una negación radical de toda realidad? No. Lo reitero: raras veces se da una ruptura total con la realidad; se trata, en intención, de una corrección, una rectificación de la realidad; aureolar, pero no delirante. Al ver lo que es, el utopista imagina y sugiere lo que debería ser: hay una obsesión por el deber ser. Lejos de oponerse directamente a la realidad, la utopía sería, más bien, una «emanación» de ella, una superposición; y, en ello, su ocultación. Las obras utópicas, como se ha expresado, están inspiradas por las circunstancias históricas y sociales, y reaccionan contra ellas. La utopía es, por esencia, histórica a la vez que metafísica; por eso cala tanto… a la vez que perjudica.

Todo nace de un sentimiento de rebelión ante unas determinadas situaciones temporales, consideradas como insatisfactorias; a esta rebelión le acompaña, en muchos casos, una observación lúcida y metódica de la sociedad del momento, así como un pesimismo latente ante las posibilidades de una intervención eficaz. De esta angustiosa contradicción surgiría la confección de la ciudad ideal (del “deber ser”), organizada de modo que corrija, sistemáticamente, las «insuficiencias» de la realidad. Las utopías son, pues, racionales, puesto que planifican adecuadamente la satisfacción de necesidades, pero nunca son razonables, operatorias o efectivas, ya que es el utopista quien establece las necesidades; nadie más.

La utopía, ¿es universal?

En todas las épocas y culturas se ha afirmado que podemos encontrar una propensión a la utopía: que, allá donde busquemos, podremos encontrar descripciones de «mundos sin mal», «tierras de felicidad», paraísos. Así pues, habría que señalar que ni las utopías pictóricas ni las filosófico-religiosas son patrimonio exclusivo del mundo occidental, si bien no podría afirmarse, con la misma rotundidad, que hayan recibido el mismo tratamiento. Por ejemplo: el taoísmo, el budismo y la filosofía musulmana medieval abundan en elementos utópicos, encontrándose incluso tratados enteros sobre descripciones de Estados y sociedades ideales y numerosas historias sobre moradas celestes en pueblos orientales como el chino, el japonés, el hindú o el árabe, aunque, a pesar de ello, la abundancia de las utopías occidentales no sea nunca superada o igualada por estos otros pueblos. Los chinos, quizá por su carácter pragmático y mundano; los hindúes, por ser demasiado trascendentales… en definitiva, acaso por no contar con la filosofía y la ciencia helénica, otras zonas geográficas no han descubierto (con la misma intensidad) esa tensión entre dos reinos, el celestial y el terrenal, y no se han visto impulsados a resolver la confrontación mediante el mito del cielo en la tierra, eje sobre el que gira la imaginación utópica occidental.

Es tal la presencia del pensamiento utópico, tanto ayer como hoy, que algunos pensadores y filósofos definen al hombre como un ser esencialmente utópico: por un lado, señalan, se da la evidencia de que la capacidad y la necesidad de imaginar mundos y tiempos mejores son algo exclusivamente humano –lo cual es una obviedad–; por otro, se da la circunstancia de que la necesidad se presenta de forma universal. El hecho de que seamos libres –se dice a veces–, de poder soñar con lugares mejores que el que nos rodea y de poder actuar en la dirección de estos deseos, está íntimamente conectado con nuestra «naturaleza utópica».

La utopía es, entonces, un elemento heterogéneo, nacido en el núcleo de la mezcla entre la creencia paradisíaca y la ultramundana, como es propio de la religión judeocristiana, con el mito helénico de una ciudad en la tierra. Es innegable, no obstante, que la utopía occidental propiamente dicha (la utopía moderna, si se prefiere) no es otra cosa que una creación del mundo del Renacimiento y la Reforma, a pesar de su anterioridad[1].

La utopía como lugar remoto y feliz

La convicción de que los primeros hombres fueron mucho más felices que el resto de la humanidad ya existía en las culturas griega y romana. La podemos encontrar, por ejemplo, en las obras de Hesíodo, Ovidio o Platón: en el archiconocido Los trabajos y los días de Hesíodo se explica cómo la historia de los hombres empieza en la edad de oro, una época de absoluta felicidad a la que sigue un empobrecimiento constante de esta plenitud inicial, un proceso que pasa por las edades de plata, bronce y hierro. Es la historia de una caída. Ovidio presenta esta misma idea en Las Metamorfosis y Platón la aplica a la hora de explicar la degradación de las comunidades (o formas de sociedades políticas) en La República.

La obsesión de negar la felicidad presente –sea lo que sea eso– por medio de la integrista búsqueda de unos antecedentes dorados o de engolosinarnos con las expectativas futuras de bienestar –esto es lo importante, aquí está su teleologismo– ha caracterizado también la historia de nuestra civilización. Como es el caso de Epicuro, uno de los primeros en creer en la posibilidad de una felicidad absoluta en el futuro. Planteamiento que empezará a ser mucho más popular en el Renacimiento por medio del pensamiento utópico: La ciudad del sol de Campanella, La nueva Atlántida de Bacon o la Utopía de Tomás Moro; pero sobre todo lo será durante la Ilustración, con Montesquieu, Voltaire, Turgot, Diderot, D’Alembert, Helvetius, Holbach o Condorcet, por mencionar sólo algunos ejemplos. Esta misma concepción, la del progreso, ha disparado las esperanzas en un mañana mejor, de un mañana feliz, sobre todo en el entorno de las teorías socialistas o sucedáneas: Saint-Simon, Compte, Marx, Francis Fukuyama, Pablo Manuel Iglesias Turrión, etc.

Otra característica destacable es el aislacionismo, el insularismo propio de la utopía –aunque en la actualidad, en «el mundo globalizado», éste elemento ya no se da tan señaladamente–. La construcción de la utopía se realizaba en lugares remotos, apartados, ideales. Es más, el insularismo favorece al hecho de que lo construido se perciba como un lugar utópico, ya que la mayoría de las utopías literarias se sitúan en lugares inaccesibles. Es sin duda la falta de contacto con la «otra realidad», con la realidad feliz por llegar, la que permite que un determinado modo de vida perdure y no se contamine. La pureza necesita de protección para que la sucia realidad no la manche. Todo elemento de corrupción debe ser eliminado.

Ya R. Trousson, en su Historia de la literatura utópica, viajes a países inexistentes (Península, Barcelona, 1995), defiende que es precisamente la insularidad la característica más evidente y común de la utopía. Afirma que no se trata de una ficción geográfica utilizada para aislar el marco de la utopía, sino que es una actitud mental en la que la isla clásica no es sino la «representación ingenua». Se trata de la convicción de que sólo una comunidad al abrigo de las influencias disolventes del exterior, del mundo histórico, puede alcanzar la perfección de su desarrollo. Sólo una comunidad aislada podrá alcanzar la felicidad, el mundo perfecto. Mas, ¿qué sociedad real es capaz de vivir aislada? De momento no se tienen noticias.

Los textos utópicos

Además del aislacionismo propio del insularismo, que entraña la autonomía y una autarquía casi absolutas señaladas anteriormente, podemos encontrar muchas más características de los textos utópicos.

Apreciamos también, por lo general, un desprecio por el oro y el dinero. Hay una especie de pavor, y casi se podría decir desprecio, por el sistema monetario, por la riqueza. El utopista, por decirlo al modo de Escohotado, es un enemigo del comercio. En dicho sistema ponen los utopistas el origen de las desigualdades y las injusticias. El sistema monetario tendría la tendencia a alterar la uniformidad y las condiciones de simetría que requiere la ciudad ideal, la ciudad justa. Por ello se prefiere una economía cerrada, es decir, autárquica, que permita la eliminación del dinero, sustituyéndolo por una explotación directa de los recursos, esto es, por un sistema que evite la concentración del capital y los medios de producción. Consecuentemente se da también una fobia al comercio –el cual es considerado como inmoral, antisocial y parasitario–, que es muy escaso y sólo puede hacerse fuera de la ciudad, en esas zonas corrompidas. Este ostracismo implica, pues, un sistema preeminentemente agrícola. Algo que a los ojos de la humanidad de hoy, de más de 7.000 millones de individuos, es totalmente absurdo. Como se muestra por ejemplo la necesidad de la industria alimentaria.

Otra característica esencial del género utópico es la regularidad. El funcionamiento de la ciudad, del mundo utópico, debe ser perfecto, impecable. Es el mecanismo de un reloj, no puede tener fallos de ritmo ni piezas fuera de sitio. Por eso el utopista es aficionado a una disposición geométrica, signo del control y el orden total. El amor por la geometría es un reflejo del amor al orden, que se contrapondría al desorden propio de la «imperfecta» realidad presente a la que se contrapone, y que es llevado hasta el paroxismo. El utopista desconfía de las ciudades que han ido creciendo mediante un desarrollo «natural». Es decir, que desconfía del desarrollo histórico de las ciudades, que sería en sí el desarrollo propio que se da en realidad.

La utopía –como ocurre en el islam o en el adanismo de la nueva política que padecemos– no tiene pasado, no ha llegado a ser tal. Y como se nos presenta por una evolución, como máximo, dicha evolución se ha producido en un pasado mítico. La utopía no tiene historia, esencialmente es –como ocurriría, inciso, en el islam, puesto que todo depende de la voluntad de Alá no hay historia, no hay tiempo, es un eterno presente en el que todo lo sucedido puede suceder de nuevo si Alá quiere–. Es en un presente definitivo, sin cambios. Se desconoce el pasado y el futuro pues no se los necesita ya que la utopía construida es perfecta y no tiene necesidad de cambio. O dicho de otro modo, la utopía está realizada y se niega toda posibilidad de progreso posterior. En la utopía no hay historia porque no hay cambio, es conservadora por esencia, por muy revolucionaria que se presente respecto al estatus quo que critica. Una vez instaurada la democracia perfecta, sin sus déficits actuales, nada deberá impedir su cambio. El fin de la historia se habrá culminado.

Se sigue de ahí que el orden, o lo que es lo mismo, la legislación, debe bajar del cielo –o del pueblo, o de la gente– y no nacer en la historia. Y ¿quién es ese personaje casi divino que instaura ese orden perfecto? Es la figura del Legislador, otra característica de la literatura utópica. Es el creador de la utopía, la figura máximamente sabia, más que humano, en el que se combinan la clarividencia con el desinterés absoluto. Es un personaje que siempre se da y que provoca el agradecimiento y la veneración. ¿El pueblo quizá, el proletariado, la raza elegida, los individuos libres e iguales, la nación oprimida, la humanidad…? Cada cual elige su preferido según conveniencias.

Pero este Legislador absoluto no es el único que garantiza el equilibrio y el orden. El utopista se preocupa por conceder una minuciosa atención a las instituciones y las leyes, órganos por los que la utopía se regirá y mantendrá. En general, el utopista, como institucionalista, hipostasia la ley hasta convertirla en mito. Así pues, será el Legislador, esa figura casi divina, el encargado de establecer unas leyes buenas y justas, que sean perdurables y que, al actuar sobre un pueblo nuevo, hará hombres nuevos –¿demócratas, comunistas, nazis, beatos?–, incorruptos y dignos de esas leyes inmutables. Esta ley, por supuesto, se encargará también de la uniformidad social, de la igualdad. El ideal está en la asimilación de todos los ciudadanos al Estado hasta identificarlos con él. Por tanto, como ya se ha señalado, se evitará toda divergencia, todo error. Lo que llama la atención es la completa unanimidad, la unión total de todas las voluntades producto de la identificación de cada miembro de la utopía con el Estado. El ciudadano de la utopía hace abstracción de sí mismo para engranarse con el todo, con el pueblo. Es obvia, pues, la supresión de las clases sociales tradicionales, las cuales frecuentemente quedan sustituidas por otras que encajan perfectamente con el orden establecido en el Estado. Se trata por tanto de clases creadas y cerradas, megáricas. Lo que coincidiría con la utopía misma. Si la creación de la utopía no se puede dejar a la evolución histórica, las clases sociales que vertebran la misma tampoco. Son clases sociales creadas por y para el Estado. Nada se deja sin legislar, sin controlar. El mundo perfecto que vendrá es un mecanismo infalible.

Pero semejante máquina sólo puede funcionar mediante una estrecha vigilancia, por un férreo control –lo que ya está mostrando la debilidad del mundo feliz prometido, pues a más prohibición, más debilidad–. Por eso los utopistas emplean siempre un dirigismo estricto, dictaminando a la población las pautas a seguir, se deben imponer comportamientos correctos e incorrectos. Aquello que es decente hacer y pensar debe ser establecido e impuesto para ser obedecido –como palabras que hay que evitar, expresiones que pueden ser consideradas ofensivas, o, por suponer, posturas que no deben hacerse cuando uno se sienta–. La sumisión voluntaria del ciudadano feliz es central. Ahí tenemos una nueva característica de la literatura utópica. La utopía es por naturaleza constrictiva. En ella la virtud está por encima de todo, encierra al ciudadano en un yugo. Se crea una paradoja, pues con la máxima y el pretexto de la libertad y la felicidad, el individuo se convierte en un esclavo satisfecho. Cada ciudadano está condenado por el todo, la voluntad y bien común está, al parecer, por encima de cada individuo. Esto es algo que cada miembro de la ciudad ideal, que el pueblo y la gente decente, debe comprender. Cada miembro se encuentra obligado, encadenado, en nombre de la felicidad común. Y de este modo es responsable ante el Estado de sus actos e incluso de sus pensamientos. Nada queda al azar ni a la iniciativa personal que se pueda desviar del curso correcto.

Así pues, no queda otra alternativa que el colectivismo más absoluto. Incluso aunque todo sea decidido asambleariamente, la tiranía de la mayoría siempre gana. Esto se puede ver en la mayor parte de los casos antiguos de la utopía, en los cuales la familia, como institución, ha desaparecido. Y el matrimonio, cuando existe, está totalmente reglamentado (como todo lo demás). La propiedad también ha desaparecido, nadie lo necesita. Son los almacenes generales del Estado los que suministran las necesidades de los ciudadanos. Por ello, como ya se ha dicho, la felicidad en la utopía es una felicidad colectiva. Todo el mundo será feliz en ella, pero a condición –si y sólo si– de serlo con los demás. La felicidad es un bien común o no es. Esta es otra característica que se refleja en el utopista, siente horror por el secreto –en nuestros días se habla más bien de la necesidad de transparencia–. Lo esencial será, pues, mantener a los habitantes ocupados, todos tienen su función y cualquier tipo de inacción quedará condenada. El ciudadano tiene que ser participativo e ilusionarse por la política, por lo común.

Aunque ese trabajo nunca estará destinado a producir cosas innecesarias. El utopista siente horror por el despilfarro, por la profusión –de ahí que en los utopistas actuales el capitalismo y sus características crisis de superproducción sean el mal en sí mismo–; la riqueza individual no tiene cabida en la utopía, todos son iguales. El utopista es ascético y detesta el lujo. Éste está reservado para las ceremonias y celebraciones públicas. De modo que no es, en sentido estricto, que el lujo esté prohibido, sino que cuando se da es algo colectivo.

La educación es un punto y una característica también muy importante de lo utópico que los utopistas no han dejado de lado. Será la pedagogía la que ofrezca el mejor medio de acción directa sobre el material humano a fin de uniformizar las conciencias, de crear un pensamiento único –de establecer lo políticamente correcto, podríamos decir–. La educación estará a cargo del Estado, éste será el que regule estrictamente la educación y establezca el modelo educativo. Los ciudadanos serán bien formados desde la infancia. Con esto el utopista pretende sustituir su naturaleza primitiva, es decir, su tendencia al desorden y a la rebelión. O lo que es lo mismo, el utopista supone –y decimos supone porque no es algo que se demuestre– una naturaleza supuestamente individualista y anárquica en los hombres que tiene que ser sustituida, corregida, por otra acorde al Estado y a la colectividad. Así pues, digámoslo de una vez, la utopía se muestra autoritaria, pero también humanista. Se muestra autoritaria en cuanto que aspira a una unión, una síntesis total, a la armonía. Eso es patente si tenemos en cuenta que pretende ser una entidad autónoma, pura. Y es humana, a pesar de su constricción, ya que pretende ser algo construido por el hombre, sin recurrir a la trascendencia. Es visible así un optimismo antropológico que coloca al hombre en el centro del mundo.

La utopía como crítica

Cualquier utopía que consideremos vinculada a cualquier tiempo o lugar no puede sino reproducir, en alguna medida, el aparato escénico de su mundo propio, así como la preocupación por los problemas sociales contemporáneos a la misma utopía. Por mucho que intente el utopista inventar cosas completamente nuevas, no podrá crear un mundo de la nada. Que la utopía teleológica está ligada a los conflictos sociales de su tiempo, y que el utopista toma partido, a su vez, por uno u otro bando, es algo que ya se ha dicho muchas veces.

El utopista no puede por menos que reflejar el momento histórico. Reflejando mejor, eso sí, los aspectos internos que los externos. El utopista suele captar la «angustia de una época», y no sólo eso, al analizar los urgentes problemas de su tiempo, es posible que ponga al descubierto, al mismo tiempo, las «ancestrales necesidades del hombre». El verdadero utopista es aquel que es a la vez esclavo y libre respecto de su tiempo y de su entorno; es capaz en muchas de sus intuiciones despegarse de él y quizá en momentos hasta tener una mejor perspectiva y profundidad, aunque nunca pueda desligarse por completo. Y es que la intención utópica se concreta con mayor precisión no en la determinación positiva de lo que quiere, sino en la negación de lo que no quiere. Es en la pars destruens más que en la pars construens donde nosotros vemos la mejor virtud de las utopías. Porque si la realidad existente es la negación de una realidad posible mejor, la utopía entonces es la negación de la negación.

El utopista no cree en la eficacia de su acción personal, es incapaz de una acción concreta. Y es precisamente esa incapacidad de acción en los contextos en que vive, es su propia frustración, la que agudiza y hace más necesaria la revancha y la compensación mediante la crítica idealista, metafísica, teleológica. El utopista se refugia en la abstracción y así escoge «borrar» la realidad deficiente en que se encuentra y construir una nueva en el pensamiento, crea un mundo acorde con sus deseos (de bien común). En esa tensión, el deseo se inventa una contrarrealidad a través de elementos relacionados con la imaginación. El deseo es algo esencial en el pensamiento utópico. Representamos lo que queremos pero no conseguimos. Fundamentalmente el deseo de ser feliz, aunque no únicamente.

Vemos, pues, que en el utopista se mezclan la mentalidad especulativa, teorética, y la mentalidad de poder. Sueña, por decirlo así, con el poder que le permitiría transformar la realidad creando algo mejor y perfecto. O, en todo caso, inspirar a alguien que tenga dicho poder.

Por último, con esto que hemos dicho llegamos a una posible distinción entre el modo utópico y el género utópico. Pues, aunque no desarrollemos ahora esto, también es importante distinguir la utopía como literatura y la utopía como modos de pensar que impregnan unas u otras ideologías, tanto de hoy como del pasado. El modo utópico es la facultad de imaginar y modificar la realidad mediante hipótesis, crear un orden diferente de la realidad y paralelo a ella. Siendo así, es imposible que el modo utópico niegue del todo lo real; sirve, bien analizado, al contrario, para profundizar en la realidad, en la historia, mediante la invención de lo que podría ser, del deber ser. Es contrafáctico. Y sólo se pasaría al género utópico si la reflexión sobre las posibilidades de cambio acaba literaria y, sobre todo, ficticiamente en la representación de un mundo específico, organizado. La clave ahí es la ficción. Así pues, es esta voluntad de representación de un nuevo universo a partir de una deficiente realidad ya existente y de su modificación mediante el planteamiento de hipótesis, lo que explicaría que la utopía requiera un género literario específico.

La utopía como posibilidad

Es común, tanto para las ideologías como para las utopías –aunque muchas veces son hasta lo mismo–, el hecho de que, tanto unas como otras, se configuran como visiones de la realidad social determinadas particularmente, si bien las utopías se diferencian de las ideologías en la distinta adecuación a la realidad existente. Las utopías pretenden trascender el presente, sobrepasarlo tanto intelectual como (en lo posible y si es posible) prácticamente; las ideologías, que unos grupos usan contra otros, están abocadas al presente. La diferencia entre ideologías y utopías estriba, pues, en la orientación temporal, finalística.

El formato utópico de una concepción del mundo se hace visible tan sólo a partir de su fuerza histórica, es decir, en la medida en que hace su feroz crítica a la realidad existente con eficacia, aunque no se realiza la posibilidad de dicha utopía, no se materializa esa idealidad perfecta que tan rotundamente critica el presente que pretende trascender. La crítica a la utopía más común se basa, casi siempre, en el criterio de la posibilidad (o, mejor dicho, de la imposibilidad) de realización, pero, a menudo, contiene en sí misma una condena del autoritarismo –que, curiosamente, ejercería en su realización– e, incluso, se acompaña de una objeción escatológica; de esta manera, los argumentos contra la utopía se unen en un conjunto de invectivas entrelazadas unas con otras.

En toda la crítica historicista contra la utopía se puede percibir el recelo a su realización y el temor, sobre todo, a sus consecuencias autoritarias, pues toda utopía actúa como un autoritarismo –evitaremos hablar del totalitarismo, otro imposible político-ontológico– en potencia. Paralelamente, basa su crítica en demostrar que la utopía es ineficaz por su idealismo y su alejamiento de la realidad, por su no realización; aunque este temor a su realización y, a la vez, esta crítica de su inutilidad, puedan resultar contradictorios, ambos argumentos no se excluyen: al ser ideal, la utopía debe esforzarse por hacerse real; no obtante, aunque sea ideal, esto es, aunque no llegue a realizarse, seguirá siendo peligrosa (como se ha señalado tan repetidamente). Precisamente, la contradicción entre el ideal utópico y su realización, tal como lo propone la propia utopía, constituye la más violenta crítica a la realidad histórica del momento, que impone situaciones autoritarias en la realidad de la utopía.

También sería preciso indicar que la utopía –o la democracia perfecta, el asalto a los cielos, la nación libre de estados opresores– sólo podría alcanzarse en un desarrollo histórico –aunque, en sí misma, sea ahistórica–, pero este desarrollo se piensa en categorías muy distintas a las utópicas. Esto, claro está, sería correcto si se refiriese a la utopía literaria, pero la crítica que de ahí se deduce es, en sí, poco potente, ya que es evidente que sería un error pretender realizar la utopía con toda la perfección inherente a ella misma. Así pues, a nuestro entender, y contra lo que proclama todo este farragoso excurso sobre la utopía, lo más importante y potente es señalar y criticar los modos utópicos actuales, presentes en las ideologías entre las que nos desenvolvemos, pues, aunque es patente la incapacidad de la utopía para producir realidad, es decir, para realizarse, esto no resta fuerza alguna a su crítica e influencia. La utopía, como reino de la posibilidad, actuando de alguna manera como un ideal regulativo, abre nuevos mundos, nuevas perspectivas que influyen en lo ya establecido, si no drásticamente, sí perceptiblemente.

La eficacia del pensamiento utópico es la eficacia de su pensamiento crítico. Genera una imaginería, unas ideas, cuyo objetivo no es otro que la construcción de una sociedad diferente; problematiza la legitimidad de la forma de gobierno existente; desestabiliza los modelos existentes con ideas imposibles pero atractivas; ahí reside su potencia crítica y su peligro. En definitiva, si, por un lado, es digna de ser valorada la capacidad que la utopía alberga para meter el dedo en la llaga, también es digna de ser temida y rechazada la fatal seducción que ejerce.

[1] Un utópico del Renacimiento sólo tenía que asomarse a los textos de la Política de Aristóteles, a La República de Platón o a los Oficios de Cicerón para nutrirse perfectamente con los textos fundamentales heredados de la antigüedad. Y es que lo mejor de una verdadera utopía tuvo ya sus representantes en sabios y escritores como Homero, Hesíodo u Ovidio.

Top