No confundir las témporas

La globalización no es un fenómeno científico, ni evolutivo ni inexorable; es una descomunal voluntad de poder, insaciable e infinita. Una gran parte de su éxito siniestro es fruto de un equívoco deliberado. Lo obvio e inevitable se exhibe como disfraz y justificación celestial de un proyecto perverso. ¡La luz del Sol que explicaría el asesinato como algo conveniente! Una metáfora repugnante.

babadaEs evidente que el planeta Tierra se nos antoja cada día más pequeño: ello sucede porque lo vamos conociendo mejor y podemos movernos en él cada vez a mayor velocidad. Las palabras y las imágenes, a la práctica instantaneidad de la luz, seguidas, ya a intervalos reducidos, por personas, mercancías y capitales; los conocimientos, los sueños, las ficciones, ilusiones y miedos ingresan, cada día más, en un acervo común de la humanidad. La tecnología, la informática, la robótica, etc., están cambiando radicalmente el aspecto y el funcionamiento del mundo que habitamos. El comercio, es decir, el manantial de la prosperidad humana, es más extenso que nunca, aunque tan vulnerable como siempre. El mercado sigue, sin existir una fisura entre la necesidad y la fuerza. Y las personas seguimos siendo diferentes; semejantes, puede; iguales, nunca… al menos, no ante nosotros mismos.

Pero, detrás de esto (un planeta más pequeño y una humanidad más cercana), y de la angustia general ocasionada ante una aceleración tecnológica de consecuencias amenazadoras, avanza implacable el proyecto ultratotalitario más feroz y sutil que hayamos conocido jamás: la globalización. Camuflada, se mimetiza con el cambio del que no puede atribuirse mérito alguno, y acecha y ataca mediante una supuesta lógica determinista. «Como yo soy “el Progreso”, quien se atreva a oponerse a mis designios es un populista, un deplorable, un miserable, un “ultráfobo” y un palurdo. Y, como también soy “la Cultura”, tú eres un gañán».

Me voy a detener, únicamente, y de forma breve, en cinco rasgos vomitivos de ese totalitarismo que está empeñado en arrancarnos el alma (si es que la tenemos):

1.º – El Gobierno mundial. El individuo no debe influir en nada; para ello, basta con “representarlo”, en escalones infinitos, por medio de organismos, supraorganismos, consejos y entes internacionales, hasta que todo se disuelva y la persona constituya, tan sólo, un recuerdo de mal gusto. ¡Eso sí! ¡Que vote de vez en cuando… al arcoiris!

2.º – El pienso para todos. Conscientes de las desigualdades que el comercio puede provocar entre las reses, conviene reducirlo al bacarrá financiero (reservado al poderoso) y, posteriormente, repartir algunos pānēs entre todos los demás, según convenga. Con unos requisitos hiperregulados (incumplibles, excepto por nosotros), con un acceso al crédito restringido a nuestros allegados y con unos salarios de supervivencia, nos queda, encima, el garrote de la deuda, para ahogar cualquier sollozo.

3º- El ganado igualitario. Los “ingenieros sociales” trabajan, incansables, para erradicar cualquier signo de identidad del individuo y prohibir cuanto pueda reforzar su ego. Un rebaño sin forma ni textura, sin orgullo y sin fe, sin género y sin creencia alguna… y un poquito alimentado.

4º- La oración del Sistema. Tras haberles sido regaladas las “grandes libertades”, véanse educación basura, sanidad veterinaria y pensiones miserables, las reses son conminadas a rezar diariamente el rosario laico de esta seudodemocracia. “Me avasallas por mi bien. Así tributo, así obedezco, así denuncio, así voto color salmón. ¡Viva “la Pepa”, que dice lo guay que soy!”.

5º- El Establo universal. Uno sólo para todos; patria única, sin lindes ni mapa alguno. El ganado se embarca allá donde haga falta, “aunque levante una polvareda”; se termina, así, con los cuentos ésos de credos pintorescos y danzas regionales. La rotación de poblaciones y cultivos es la mejor medicina para desorientar a los nostálgicos soberanistas.

A todo esto, la globalización, con pretextos o sin ellos, con falsas banderas o fútiles pretextos, invocando siempre una legalidad internacional inexistente que ella misma se restriega por el arco del triunfo (más a menudo, “del desastre”), no cesa de hacer guerras. Son su gran negocio; Afganistán, Irak, Primavera Árabe, Libia, Siria, Ucrania, Yemen, etc. son sólo algunos de los inacabables y terribles ejemplos. Por constituir una forma de dominación sustancialmente más sutil y sibilina, esto entraña un peligro superior al que Mao, Stalin y Hitler pudieran ejercer juntos. Y, no lo duden, alguien va a ser definitivamente destruido: o la humanidad… o ellos. Ya son innumerables los muertos y el sufrimiento ha devenido infinitamente mayor, pero esto sólo acaba de empezar, aunque al dolor lo tachen de proteccionismo y el PIB (¿?) crezca con nuestro declive. A veces, tras la propaganda florece, nuevamente, algo parecido a la Verdad.

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