El teleologismo metafísico, ese corrosivo del presente.

Ese mundo por llegar, esa teleología política y metafísica, ese idealismo, es lo más peligroso que se ha inventado en toda la historia. Ya Benito Espinosa, en pleno siglo XVII, ejerció una crítica demoledora contra tan perniciosa metafísica. Pero como él mismo sabía, las ideas verdaderas, por la propia fuerza de su verdad, no se imponen. El error persiste. Un error, un cáncer metafísico, que actúa tras muchas de las ideologías políticas hoy presentes. Por desgracia. Cada vez que se habla de una democracia perfecta por venir, que se dice que lo que tenemos no es una verdadera democracia, cada vez que se pide «más democracia», que se habla de déficits democráticos, ese mal teleológico está actuando. Olvidando el presente por mor de un futuro aureolar. Y justificando en su bella utopía cualquier error, cualquier atrocidad.

Nada mejor que hacer un breve repaso por la historia del siglo XX para darse cuenta al instante. Ese fin de la historia, ese sistema perfecto que se supone que llegará, no trae sino catástrofe justificada en un bello delirio. Y el martillo de una razón materialista, racionalista, no puede dejar de machacar esta idea una y otra vez. Aun sabiendo que poco se conseguirá. O nada. No puede dejar de golpear.

Adyacente a este teleologismo está el voluntarismo. No son exactamente lo mismo, pero no se entienden por separado. ¿Cómo si no a base de una ciega voluntad se conseguirá ese futuro perfecto (ario, comunista, democrático, anarquista)? Esa Arcadia feliz tiene que ser amada, querida, buscada. Tiene que generar ilusión. Y para ello es necesaria una fuerza histórica que la realice; bien el individuo, bien la raza aria, bien el proletariado, bien el pueblo, bien la nación oprimida, bien la gente… Sólo con la voluntad, a poder ser ciega, de esa fuerza histórica –manipulada, loca, estúpida– podrá hacerse tan excelso fin. Pero esto a su vez introduce un perverso juego. A tal proyecto siempre se va a oponer otra supuesta fuerza reaccionaria; bien el Estado, bien el judío, bien la burguesía, bien la casta, bien el capitalismo, bien el comunismo… Es necesario marcar a ese enemigo, identificarlo, retratarlo. Clasificarlo. Criticarlo en definitiva. Un enemigo siempre ignorante, sometido al error, incapaz de ver la bondad y belleza de ese feliz porvenir prometido. Un enemigo que quizá en un primer momento hay que intentar convencer, pero si resiste no quedará más remedio que neutralizarlo. Y si eso no sirve, aniquilarlo. Que no quede rastro de él, pues ese fin, ese al parecer claro fin, lo justifica e incluso lo requiere. El que se resiste no sabe lo que se hace y hay que convertirlo o eliminarlo (como pasa, por ejemplo, en el Islam).

Se genera así un maniqueísmo de buenos y malos (buenos y malos catalanes, o buenos y malos vascos, por ejemplo) que no hace más que enquistarse y crecer, radicalizándose. Muy poco a poco unos y otros van encarnizado sus odios y sus posturas ideológicas. Hasta que no cabe otra solución que dar muerte. Hasta que quien hablan son las balas. ¿Y todo por qué? Por el sueño de unos locos seguido, ciegamente, por masas de estúpidos. Y es que el mal nunca es inocente. El mal es siempre incentivado y consentido. Y eso que parece tan extraño, está entre nosotros; después de tanto sigue entre nosotros.

Todo esto, debo recordarlo, no está sólo presente en el ámbito político. En el religioso por supuesto: nueva venida de Cristo, pueblo elegido, el triunfo sobre el infiel, etc. Pero también, y aunque pueda parecer chocante, en el ámbito científico. No tanto «en la ciencia» como en las ideologías que suelen envolver a las ciencias, y particularmente en el fundamentalismo científico, aquella perversión ideológica –si es que alguna no lo es– que establece que la última palabra en todo lo tiene que tener «la ciencia»; que, en definitiva, lo que no son cuentas son cuentos. También muchas utopías teleológicas se han movido en éste entorno metafísico, peligroso y corrupto. El nazismo o el comunismo, por ejemplo, nadaban en el fundamentalismo científico y lo utilizaban para justificarse. Sus sistemas eran verdaderos porque eran científicos, y por tanto, incuestionables. Al parecer. Pero es que hoy día muchos científicos, y no digamos ya los cosmólogos, siguen en las mismas. La tontería de la ciencia unificada es más de lo mismo: un futuro prístino donde no hay guerras, todo es paz y armonía, porque «la ciencia» (que se supone que involucra la neutralidad moral, nacional e ideológica más absoluta; se supone) erradicará todos los males habidos y por haber. Será el paraíso en la tierra gracias a los triunfos del conocimiento científico y la tecnología. Esto, claramente, no tiene otro fin que justificar la propia actividad científica. Un escudo gremial. Como si los propios logros científicos y tecnológicos no los justificasen por sí mismos. Pero no, como vivimos de cara a la galería, en el espectáculo, y todo hay que enseñarlo –viva la transparencia–, hay que vender algo. Y ese algo debe ser bello, atrayente. Nada mejor que una nueva religión basada en la ciencia, como ya hiciera Comte con su positivismo en pleno siglo XIX.

Tristemente, hay mitos de lo más peligrosos que todo lo impregnan y todo lo dañan. No se puede meter toda la realidad en un tubo de ensayo, ni hay ciencia del todo. Las ciencias, como defendemos desde la teoría del cierre categorial (aunque no somos los únicos), son plurales y nunca podrán estar unidas. Sin perjuicio, claro, de numerosísimas conexiones y cruces entre ellas –cruces de los que en ocasiones han acabado conformándose nuevas categorías/ciencias–. Pero nunca se alcanzará una unidad, porque sencillamente no se puede. Dejarían de ser ciencias. Y esto que digo no es «contra la ciencia» –menudo absurdo–, sino contra esas ideologías o concepciones en torno a la ciencia. El error comienza por suponer que «la ciencia» puede entender y controlar el mundo y nuestras creencias acerca de éste. Porque «el mundo» en «su totalidad» no puede ser abarcado por «la ciencia», ya que ni el mundo es uno y unitario ni la ciencia tampoco. No existe la ciencia, sino las ciencias. Cada una opera sobre unos materiales distintos a las demás. Por ello a veces puede haber compatibilidades o cruces fértiles entre ellas, pero otras muchas veces son inconmensurables. Y es esta inconmensurabilidad, este cierre operatorio y categorial, el desarrollo de principios propios, lo que las hace ciencias. Y a su vez –y esto sólo puede resultar paradójico a aquél que piense la ciencia desde la metafísica unionista– lo que hace imposible su unidad. Por eso es tan importante derrumbar el mito de «la ciencia» y el fundamentalismo científico. Un fundamentalismo tan pernicioso, idealista y teleológico como cualquier otro, sea religioso, sea político. Cualquier delirio idealista es pernicioso por sí mismo, pues lleva a perder de vista en todo momento el suelo que se pisa y la historia que se lleva a las espaldas. Se pierde el sano y racionalista materialismo histórico.

Como prueba por vía negativa (aunque no por ello menos efectiva) que se puede aportar a lo dicho podríamos señalar el continuo y estrepitoso fracaso de todo intento que se ha hecho para esa unificación científica. Ni los habidos ni los que hay lo han conseguido. Por algo será…

Como dijo el filósofo norteamericano Dewey: «El intento de asegurar la unidad mediante la definición de las términos de todas las ciencias en términos de alguna ciencia única está condenado de antemano al fracaso». Por otro lado, la creciente e imparable especialización científica en todas las áreas, que alejan entre sí a los propios científicos dentro de las propias ciencias, hace, también, imposible cualquier tipo de unión armónica.

Otro olvido imperdonable es el enlace político de las ciencias. Suponer que las ciencias, a pesar de su autodeterminación interna, avanzan por sí mismas. Porque las ciencias, como todo lo humano, están sometidas a las necesidades históricas. Y muy en concreto a las necesidades económico-industriales y bélicas de los Estados y los Imperios. Y más en la actualidad, donde la inversión económica y tecnológica que implican los grandes avances científicos requieren de grandes financiaciones empresariales, estatales e interestatales. Ello, ya de por sí, implica conflictos y desuniones que afectan a la propia marcha científica. A pesar y sin perjuicio, repito, de la propia historia interna de toda ciencia, del curso interno que cada una pueda tener.

Otro aspecto de este teleologismo idealista, metafísico, está en la pedagogía actual que impregna nuestros planes y leyes educativas. Y sobre todo en esa manía por poner la salvación de las salvaciones en la educación. Parece que todo se arreglará si conseguimos una «buena educación». Gracias a la educación las guerras, el hambre, la pobreza…, se acabarán y todos viviremos felices y emocionalmente estables. De nuevo una utopía futura (con un claro corte gremialista) actuando. ¿Y quiénes son los que «saben» cómo llegar a esa Arcadia educativa? Los pedagogos, por supuesto. Esos «científicos de la educación» –de nuevo el fundamentalismo científico funcionando–. Ellos tienen la clave. Son gente que enseña lo que no sabe, pero son ellos los que saben lo que hay que hacer aunque no se pongan de acuerdo entre sí y no tengan ni idea de las asignaturas sobre las que hablan. Basándolo todo en la psicología infantil y supuestas estadísticas y encuestas –he ahí su precisa ciencia media– darán con la clave. Aquí tenemos el mito pedagógico en su estado puro. Un mito muy bonito, pero a la vez oscuro y confuso. Y lo malo de todos estos hermosos mitos es que su propia y atrayente belleza (y su indefinición), arrastra con todo. Crea ilusiones que no tienen fundamento. Juega más con las emociones que con las razones. Y sobre todo, olvida el presente sacrificándolo por un incierto e inexistente futuro. Justificando las mayores estupideces o las mayores atrocidades. Y es que esto sobre el papel es muy bonito. Lo malo es cuando ese papel se convierte ley y destroza las cabezas de un país.

Pero sigamos hablando sobre el peligro de la metafísica teleológica. Esta vez centrándonos en los individuos. Pues este teleologismo metafísico es un aspecto tan inconsistente y, como digo, tan peligroso para el individuo como pueda serlo para los grupos y/o las naciones. Y es que la finalidad que introduce la presunción teleológica da a los efímeros y débiles sujetos una certeza y consistencia aparente pero ontológicamente inexistente. Le da un sentido a la existencia, de la cual el porvenir se ignora y, por tanto, se teme. Pero es esa inconsistencia ontológica, esa inexistencia de ese fin futuro, la que a su vez permite el triunfo de la metafísica teleológica. Introduciendo con ello un elemento muy oscuro y difícil de erradicar: los afectos y sentimientos que ese sujeto proyecta en el a su vez proyectado fin futuro y utópico. El sujeto se dota así de una identidad, de la cual se va a resistir por todos los medios de abandonar. Porque una vez introducidas las pasiones, poca fuerza tienen las razones. Se produce así, por parte del sujeto operatorio, un blindaje contra cualquier tipo de derrumbe de esa identidad y fin simbólico, metafísico, irreal. Un blindaje que sólo un duro golpe de realidad será capaz de eliminar, un golpe quizá demasiado fuerte para el propio sujeto.

Se cae aquí, a su vez, en otro pernicioso elemento: la ignorancia y supeditación del presente real que es el que limita, determina y a su vez construye e impulsa a cada sujeto. Un sujeto que al proyectar esa teleología cree en la capacidad de libre elección, en que es decisión propia. Y que la fuerza de su voluntad –de nuevo el voluntarismo– será capaz de hacerle llegar a tal fin. Ese convencimiento, en los casos más extremos, se transforma en una patología psiquiátrica. Patología que no deja de ser muy común. La podemos ver en todo sujeto doctrinario, adoctrinado, o incapaz de cambiar de ideas. Es la falsa conciencia. Una conciencia incapaz de rectificar los ortogramas que la conforman. Pero aquí entramos en el meollo: no hay conciencia ni identidad individual, ni propia. Y mucho menos privada. Las conciencias, y los sujetos, son productos, nudos, del entretejimiento de múltiples materiales, sucesos, saberes, historias, personas… muchas veces en conflicto entre sí. De ahí que no haya sujetos homogéneos ni simples, sino multiformes y en constante cambio. Las personas no son monolíticas. Cada sujeto es producto de la determinación que se produce en las interacciones con otros sujetos, causas, dinámicas, culturas… Toda identidad es sintética, y por tanto un resultado antes que un principio. Es un todo pletórico (pléthos, masa, multitud) que sólo es estático en apariencia. Por eso el yo, como algo fijo, algo que pueda dominar su propia persona y marcarse un curso fijo y de seguro cumplimiento, no es más que un monstruo metafísico. No hay cabida para utopías en el cambiante ser del sujeto que vive labrándose un camino en la contingencia de los conflictos e interacciones diarias. La identidad del sujeto sólo puede establecerse al final, cuando es perfecto (hecho, acabado).

Por otro lado, ya lo hemos dicho pero debo remarcarlo, esa identidad, se forja en contextos económicos, sociales, políticos, religiosas y culturales muy precisos. Contextos que están en pugna con otros, que variarán en función de esa pugna, arrastrando consigo a los sujetos insertos en los mismos. Moldeándolos según la necesidad que imponga esa dialéctica. Pero no por ello el individuo, mejor, la persona, es esclava. No por ello deja necesariamente de ser libre, pues la libertad está en la lucha del propio sujeto por la propia determinación. Por buscarse un camino en medio de todas esas codeterminaciones y luchas. Camino que el propio sujeto debe construir para ser persona y libre, pero que también debe ser posible dentro de los contextos en los que se encuentra. Por ejemplo: yo no puedo ser filósofo en una sociedad donde la filosofía no existe, como en una tribu. Las elecciones nunca son totalmente libres. O dicho mejor: no hay libre albedrío. Hay determinación y necesidad, y la lucha por encauzarse dentro de ello. De ahí que la persona, libre, pues si no es libre no es persona, sea un nudo producto del entretejimiento de las determinaciones. Nudo que, en cuanto tal, forma parte de una red (social, cultural, nacional, imperial…) y no es nada sin el resto de hilos y nudos pertenecientes a esa red. Entonces, ¿qué sentido tiene la utopía en todo eso? Nada más que la forja de una falsa conciencia. La creación de un escape idealista que saca al sujeto de esa vorágine dialéctica de redes entrecruzadas. Le hace perder el paso. De ahí el peligro de la metafísica teleológica, metafísica, idealista, en los individuos y en los pueblos.

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