Cosmovisión

Considero que, para leer estas líneas de forma fecunda, sería oportuno darle al play y que, de fondo, suene la que, a mi parecer, es parte de la gran banda sonora de nuestra cosmovisión.

¿Qué somos? Eterna pregunta retórica. La realidad es que no llegamos a tanto como intentan hacernos creer. Pretenden crear, entre hortera parafernalia hedonista, un ambiente antropocéntrico capaz de mitificar al hombre. Somos seres que, en el mejor de los casos, de las veinticuatro horas que tiene el día pasamos más de catorce inhabilitados para algo serio, en la cama, en el baño o alimentándonos; durante las otras diez, por mucho que corramos, tampoco podemos hacer más de lo que puntualmente toque. Así pasan los días y, con ellos, la vida. En absoluto debemos desmoralizarnos por ello: asumirlo, simplemente, nos pone en el sitio correspondido, ni más ni menos. De todos los seres humanos que vagan por la tierra, siento profunda admiración y debilidad por los nuestros, los nuestros de verdad, los que son capaces de darse por aludidos al leer estas palabras; somos seres capaces de todo, dignos de estudio por estar y haber estado siempre absolutamente locos, al menos para muchos; somos seres capaces de condenar nuestro paso por la tierra; de ser señalados, perseguidos, vilipendiados por todos aquellos cuyos nombres no conocemos, y, aún así, seguimos dispuestos a dar cada instante por ellos, ya que lo hacemos por  un destino mejor para todos. Luchamos por lo social, socializamos continuamente, pero hemos sabido desarrollar y ejercitar una capacidad intachable de disfrutar la soledad. Amamos la música, la gastronomía, la tierra, los abrazos, la palabra de honor y la conversación, la fidelidad y el perdón, el tiempo que nos queda y el que no pudimos conocer. Amamos la belleza y por eso intentamos levantarla en una promesa permanente de servicio y entrega sin remordimientos. También nos emocionamos como niños, sentimos vergüenza, miedo y pena; nos escurrimos y equivocamos en casi todo lo que ni siquiera llegamos a terminar de hacer, pero, en los errores, fallamos de frente; por eso las tortas nos caen sin problema ni pudor, dado que no nos escondemos. A veces cuesta y otras parece imposible, pero aquí seguimos, vivos. Y, por tanto, como de los Dúnedain en El Silmarillion, de nosotros se dirá que «viajar por el ancho mar fue la hazaña y la aventura principal de esos hombres atrevidos en los galanos días en que aún eran jóvenes». No somos, ni dará tiempo nunca a ser más que eso, jóvenes: jóvenes dispuestos a luchar contra el mal que siempre acecha y que magistralmente refleja Tolkien en la obra citada anteriormente, concretamente en Akallabêth, La caída de Númenor, donde se habla del castigo divino a la corrupción:

La caída de Númenor (ilustración de Darrell K. Sweet)

La caída de Númenor (ilustración de Darrell K. Sweet)

«Dicen los Eldar que los Hombres vinieron al mundo en el tiempo de la Sombra de Morgoth, y que no tardaron en caer bajo su dominio; porque él les envió emisarios, y ellos escucharon las malvadas y astutas palabras de Morgoth, y veneraron la Oscuridad, aunque la temían, y erraron siempre hacia el oeste; porque habían oído el rumor de que en el oeste había una luz que la sombra no podía oscurecer. Los sirvientes de Morgoth los perseguían con odio, y los caminos que recorrían eran penosos y largos; no obstante llegaron por fin a las tierras que dan al Mar, y penetraron en Beleriand en los días de la Guerra de las Joyas. Se los llamó Edain en la lengua Sindarin; y se hicieron amigos y aliados de los Eldar, y cumplieron hazañas de gran valor en la guerra contra Morgoth».

El final y el principio a veces comparten circunstancia, pero, sin nostalgia ni pesimismo, pienso después de asimilar todo esto en aquella afirmación de Antonio Gaudí y Cornet, «La originalidad es la vuelta a los orígenes».

Dios nos hizo libres y, por tanto, capaces de decidir el destino que nos incumbe. Libres por completo. Libres hasta el punto de que nuestra cabeza pueda girar infinitamente hacia todas partes sin que realmente suponga un problema; no importa las vueltas que demos con la misma mientras finalmente acabemos mirando hacia adelante. Pero, os preguntaréis, ¿hacia dónde?, ¿acaso existe un camino?. La respuesta es sí, al igual que existe la Verdad. Nadie nos obliga a seguirlo: se decide por voluntad propia y recia.

Comprobaréis que algunos, dándoselas de expertos y colgándose galones por los años, intentarán haceros ver que vienen de vuelta, pero, como decía Antonio Machado, «los que están siempre de vuelta de todo son los que nunca han ido a ninguna parte». Sin embargo, interesantes y valiosos son, como antítesis a quienes he descrito hace dos líneas, los consejos de aquéllos que, a pesar de los años, siguen teniendo el brillo y la ilusión en sus ojos y hacen de ello bandera y camino. A ellos hace referencia nuestro querido refranero cuando dice «Junto al buey viejo aprende a arar el nuevo».

 

 

La lección de agricultura (François-André Vincent, 1798). Museo de Bellas Artes de Burdeos, Francia.

La lección de agricultura (François-André Vincent, 1798). Museo de Bellas Artes de Burdeos, Francia.

Acordándome de Luces de Bohemia, de Ramón del Valle-Inclán, quiero recalcar que no merece la pena dedicar un solo minuto a los miserables que «transforman todos los grandes conceptos en un cuento de beatas costureras y la religión en una chochez de viejas que disecan al gato cuando se les muere». Son exactamente como el loro de la misma obra que, acto seguido de oír al perro ladrar, repitió «¡Viva España!». Por ahí no hay camino.

Me despido, por ahora, recomendando un poema de Rudyard Kipling que, para los que siempre van de vuelta, tal vez esté muy visto, pero que, para los que admiramos el fuego y el mar como vez primera cada ocasión en que podemos contemplarlos, estoy seguro de que justo hoy será una nueva experiencia, como un empujón que despierta. Si algún día tengo despacho, lo enmarcaré y colgaré sobre la puerta.

Si
Si puedes mantener la cabeza en su sitio cuando todos a tu alrededor
la han perdido y te culpan a ti.
Si puedes seguir creyendo en ti mismo cuando todos dudan de ti,
pero también aceptas que tengan dudas.
Si puedes esperar y no cansarte de la espera;
o si, siendo engañado, no respondes con engaños,
o si, siendo odiado, no incurres en el odio.
Y aun así no te las das de bueno ni de sabio.

Si puedes soñar sin que los sueños te dominen;
Si puedes pensar y no hacer de tus pensamientos tu único objetivo;
Si puedes encontrarte con el triunfo y el fracaso,
y tratar a esos dos impostores de la misma manera.
Si puedes soportar oír la verdad que has dicho,
tergiversada por villanos para engañar a los necios.
O ver cómo se destruye todo aquello por lo que has dado la vida,
y remangarte para reconstruirlo con herramientas desgastadas.

Si puedes apilar todas tus ganancias
y arriesgarlas a una sola jugada;
y perder, y empezar de nuevo desde el principio
y nunca decir ni una palabra sobre tu pérdida.
Si puedes forzar tu corazón, y tus nervios y tendones,
a cumplir con tus objetivos mucho después de que estén agotados,
y así resistir cuando ya no te queda nada
salvo la Voluntad, que les dice: «¡Resistid!».

Si puedes hablar a las masas y conservar tu virtud.
O caminar junto a reyes, sin menospreciar por ello a la gente común.
Si ni amigos ni enemigos pueden herirte.
Si todos pueden contar contigo, pero ninguno demasiado.
Si puedes llenar el implacable minuto,
con sesenta segundos de diligente labor
Tuya es la Tierra y todo lo que hay en ella,
y —lo que es más: ¡serás un Hombre, hijo mío!

Top