Cebras de paso

Cuando, en tiempos ya lejanos, la única expresión poética posible se enclaustraba en reglas obligatorias llamadas “métrica”, la declamación era un arte a veces delicioso y a menudo pimpolludo, tirando a ridículo. Cuando el verso libre impuso la evidencia de que una cosa es la música y otra el pensamiento y la emoción —y por más que quisiéramos, no pensamos ni sentimos conforme a las leyes del pentagrama—, la poesía, la moderna poesía, se convirtió en un género literario mayor de edad, para recogimiento y complicidad del lector. Lo que nunca ha sido la poesía es una cosa para adornar los pasos de cebra en grandes ciudades como Madrid. Tal barbaridad, tan satisfecha estupidez, sólo es comprensible como iniciativa de un ayuntamiento regentado por una anciana leninista, antigua como los manuales soviéticos de la editorial Progreso, que reproduce en casi todo lo que inventa, especialmente en las iniciativas culturales, aquel prejuicio bolchevique que consideraba el arte como una “herramienta” doctrinaria al servicio de la revolución, el bienestar del pueblo y bla, бла, бла…

“Hay que acercar la poesía a la gente de la calle”, dicen los predicadores de la Iglesia de la Bondad Universal. ¿Quién dijo tal simpleza, aparte de aquellos santurrones? El asunto funciona justamente al revés. La “gente” —concepto abstracto, impreciso y de enojosa ductilidad—, debería acercarse a la poesía cuando esté preparada para distinguir un poema de un exabrupto, trabajo que requiere previa lectura —mucha—, ganas de aprender y apego a la capacidad de la palabra escrita para hacernos pensar en el sentido de las cosas y el más allá de las cosas, no para regalarnos un chutazo de ingenio cazurro cada vez que vayamos a cambiar de acera. La poesía, como la música y otras artes —en realidad todas las artes—, exige un esmero y dedicación anteriores, lo que se dice cierta formación, para disfrutar y aprovechar en plenitud sus posibilidades. Lo demás son oscuras golondrinas y hojas del árbol caídas.

Lo peor: la poesía y el arte, cualquier arte, considerados como un ejercicio de compromiso callejero con la causa que sea, la de rigor y la de moda. La poesía al servicio de… algo, no es poesía: es artesanía barata, como la leyenda de un tatuaje, las fotografías de advertencia impuestas por la Autoridad Sanitaria en los paquetes de cigarrillos, los guiones literarios de los anuncios de Casa Tarradellas o los mensajes electorales de los partidos políticos. Como diría el clásico: si lo que hay al paso de las cebras es poesía, dormir al raso es una forma espectacular de arquitectura de vanguardia.

Ya les vale con tanta tontería y tanta demagogia. Todo el mundo tiene derecho a la cultura, pero la cultura no es “democrática”; es un bien al alcance de quien lo ansía y lo merece. Tampoco es, por supuesto, algo distante, separado y con olímpica vida propia al margen de “la gente”. La cultura y la poesía son una construcción civilizadora, un logro alcanzado entre todos porque mucha “gente” se preocupó durante mucho tiempo de construirla y adecentarla. Si la hubiesen puesto desde el primer día a los pies de los viandantes, para metérsela por las suelas de los zapatos, seguiríamos convencidos de que la tierra es plana y de que las cebras son todas iguales, como los seres humanos. Y no, querida matrona alcaldesa del Madrid más rancio que se recuerda desde Carlos III: los seres humanos, gracias a la cultura y no a pesar de la cultura, no somos todos iguales; unos sirven para leer poesía, otros para escribirla, otros para vomitar sobre el asfalto y otros, los más sensatos, para suspirar de alivio porque las hojas muertas del otoño y el invierno, del árbol caídas, cubren pudorosamente este festín de groserías.

La próxima, un desenfadado concurso de meadas en la vía pública para desolemnizar el mito de que los hombres llegan más lejos. Hay que joderse…

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